PREMIO IX BIENAL NACIONAL DE NOVELA JOSÉ EUSTASIO RIVERA

A RUSH OF BLOOD TO THE HEAD

1

Ha concluido por enésima vez Yellow. El Dr. Falla, gerente del hospital, ha mandado mi almuerzo a la morgue. Cambio Parachutes por A rush of blood to the head, mientras reflexiono en el alimento que debo digerir, pues he decidido bajar el consumo de carbohidratos y harinas por culpa de los malditos triglicéridos. Aunque en circunstancias como estas cobra un importe poco trascendental la salud, omito esas comidas no por salud sino por apariencia: peso ochenta y dos kilos y el abdomen ha cobrado un tamaño poco corriente en mí, hasta el punto que parezco un hombre en estado de gravidez. La salud frente a la muerte no importa para nada; la muerte es una unidad indisoluble que no puede ser tocada por la ausencia de enfermedad o la abundancia de vida. Como toda unidad, posee su propio principio y su propio territorio, casi su propia moneda o valor, de tal modo que nadie puede negarse a sus pedidos y ninguna razón o explicación pasa a ser entendida por ella. La muerte ronda al hombre, camina por los pensamientos que creemos nos hacen libres de ella. De hecho, se escoge a la muerte; el Numen de la Pitia viene con nosotros desde antes de emprender la existencia de lo continuo.
¿Y la belleza? Nada es comparable a la belleza de un muerto, nada alcanza el equilibrio de un organismo en estado de quietud y putrefacción. Además, la belleza cuanto más irracional más compleja, más compacta y precisa. Sólo el que es bello y desconoce su apostura es enteramente hermoso, pues la belleza no es una vitrina, no es un espejo, no es un cetro ni una aureola de metal. Creo que las reinas deberían concurrir a sus actividades intemperantes totalmente desnudas; esa es la única forma de exhibir belleza (de la misma manera en que lo hace un muerto); alejadas de atavíos que engañen el ojo del espectador, dóciles en su solio -todo muerto es un gran Rey y eso lo entendieron los egipcios-, entregadas con voluptuosidad divina a los ojos de un curioso, a los olfatos visuales de un anciano, a las pupilas fragorosas de un adolescente. La belleza es colectiva y eso está presente en los difuntos. Nunca debe asumirse la belleza como un resorte individual y ese es el problema de los vivos: todo hombre busca unos pechos, unos muslos, unos vientres, unas nalgas que sean objeto de lo que no tienen y extensión de su concepto de hermosura. Los muertos no miran eso, no necesitan eso. ¿Para qué sirven unas nalgas bien delineadas en un muerto? El muerto sólo busca el equilibrio que da el silencio y la música, al fin y al cabo la buena música es extensión de lo callado, de lo imperceptible, de lo que alcanza su objeto de mudez. Y la belleza es por antonomasia muda, la preciosidad no repite su discurso, es callada y silenciosa. ¿No era Psique ajena a la presencia de Eros? ¿No desconocía ella el objeto del enamoramiento y la figura de su amado? Lo mismo puede decirse de Narciso quien fue bello hasta en la fracción de tiempo precedente a la acción de mirarse a la cara; quien mira lo que cree es su perfección se obnubila, se obscurece su racionamiento y es invadido por un monstruo conceptual, por una lógica irracional llamada forma y tiempo. Los muertos, por el contrario, ya no creen ni necesitan el tiempo. ¿Qué es la edad para un cadáver? No creen ni persiguen la forma, la morfología de un organismo inexistente. ¿Para qué forma si la muerte ha urdido su simetría sobre una carne putrefacta e infecta?

2

Extraje los discos compactos del maletín que venía con la muchacha. La maleta llevaba un día y medio en el mismo lugar y parecía emitir un sonido desde el rincón donde inexplicablemente yacía desde ayer. Eran seis compactos, todos de la misma banda. Nunca antes había escuchado a ese grupo pero, por lo que pude auscultar desde el comienzo, me pareció un tanto experimental, quizás influido por ingleses de los 70’s y los 80’s. A pesar de que mis gustos musicales se habían quedado en un congelamiento exigente que no admitía una renovación sustancial: Reinhardt, Hawkins, Dorhan, Parker, Getz, hallé un virtuosismo bastante peculiar en el conjunto.
Los discos han sido virados mientras miro la camilla en donde yace el cuerpo de la adolescente. Si alguna vez le dije a mujer alguna que ella era lo más hermoso que había conocido sobre la faz de la tierra, definitivamente la había engañado. Uno por lo general descansa su percepción sobre cosas bien objetivas: carne, forma, voluptuosidad. El color, el olor, la morfología táctil, los sonidos emitidos por las hebras de cabello, por la pulsación de unas cuerdas vocales, por la fricción de los dedos o el roce de los muslos son, en cambio, asunto de subjetividades. Eso es lo que siempre he buscado: mi propia subjetividad. Aquel delgado sonido que se esconde detrás de la aparente nada -en donde los ojos de la objetividad no llegan por estar embalsamados con el raciocinio de la inteligencia y la madurez del vivo- es lo que realmente me apasiona.
La muchacha de la morgue no debía superar los veintidós años, (el rótulo que cuelga de su dedo meñique reza: Edad aproximada veintidós o veinticuatro), cuando la muerte vino por ella, o mejor dicho salió de ella, pues la muerte está en nosotros, crece en nosotros, se constituye en un sentido más del organismo (¿será ella el sexto sentido del que hacemos tanta alharaca?), es como la hermana mayor que nos acaricia y custodia.
Llevaba un día y medio en el lugar y parecía que nadie se había percatado de su deserción del mundo. En cambio para mí no era sino haber encontrado su nombre inscrito en el listado de los nuevos fallecidos para entender que el color de la muerte es el amarillo y que su rostro es el más luminoso de los rostros; siempre que llego al hospital me percato de cuántos muertos han entrado y cuántos han salido, ese es mi afán más substancial. Cuento para comprobar los datos y llevo en una libreta de apuntes algunas anotaciones como la hora de entrada, la edad del fallecido, la medida del cadáver. Nunca inscribo nombres, no me interesan, rara vez levanto las sábanas que los cubren, en la vida miro sus rostros, salvo cuando llegan descubiertos y por alguna extraña razón son vulnerables a mis ojos, los cuales sin estar ávidos devoran todo lo que llega a ellos desde esa perspectiva de la exhumación y el descubrimiento.
Un sabor similar al néctar de la pansofía -esto es un asunto que puede parecer imaginario- llegó a mis glándulas gustativas y a pesar de nunca haber probado lo que muchos denominan el extracto de los dioses, intuí que sólo una mujer muerta podía proporcionarme ese instante de beatitud y bienaventuranza. Ahora bien, mucha gente cuestiona la palabra néctar, pero el problema no es a lo que suena sino a lo que sabe. Otro problema de las palabras, máxime cuando ellas están tan desgastadas o se encuentran suscritas en un proceso temporal o político, como si fueran sólo eso: palabras y no un significado muy concreto de una realidad bastante subjetiva y por demás extraterrena, que proporciona, para más señas, un sabor y un placer que escapa a toda delimitación sensorial.

3

Cuando mamá servía el desayuno antes de mi salida abrupta hacia la escuela comprobaba que todo lo que comía tenía el sabor del agua: el jugo de naranja, los huevos, el café, las hojuelas de maíz. Ni siquiera el mencionado chocolate huilense poseía un sabor distinto al de ese líquido. Pese a mis observaciones, mamá insistía en que todo estaba bien de azúcar, de sal o de aceite, explicaciones que no lograban aclarar mis inquietudes sobre el sabor y las sustancias de las cosas. Lo mismo ocurría con las frutas, con las verduras, con las carnes y los lácteos: todo me sabía al hilo monótono del agua. Para acabar de empeorar el escenario, la ausencia de sabor no se limitaba a los alimentos sino que parecía extenderse a los objetos generales de mi aparato táctil y sensorio: los besos con los que mamá me despachaba a la escuela, los castigos de papá, el contacto fortuito con la novia, el primer indicio de masturbación, la primera relación sexual. Todo me sabía a eso: a la pesadilla indescriptible de la nada, la misma que ahora conozco en la morgue y que por ser tan abarcativa tiene un definitivo sabor a vacío, a oquedad. Sin embargo, es en esta oquedad donde confluyen todos los tonos y matices del negro, y es este resultado, el de la luz, el que da una percepción absoluta de unidad y de conjunto. Así ocurre con los sabores, sólo en un lugar del tiempo y del espacio, fuera del lapso común y del área vulgar de las autopistas, alcanza uno a paladear el único sabor que pervive y cuenta: el delicioso sabor que nos proporciona la expiración de las personas. No sé si esto pude percibirlo antes de la llegada de la joven, pero después de intuir su rostro, el mismo rostro de la muerte, pude concluir que no era sino conocerla a ella para entender que mis glándulas la requerían con una urgencia que no poseía lógica.
A partir de ese momento todo sabor nace para mi paladar. Recordé los besos accidentales de mamá, una pequeña línea de caricia en el traspatio de la casa, una rara emotividad al rozar con mi sexo el muslo concupiscente de mi novia, los sueños fragorosos sobre el tálamo de soltero. No obstante, nada de esto es significativo ante el sabor proveído por el rostro imaginado de NN, calificativo que utilizaré de ahora en adelante para referirme a ella, pues ¿qué nombre podría enumerarla? ¿Qué extraña nominación para contenerla?
Mi padre siempre argumentaba que los nombres son ante todo números, y que de esa cifra dependen los alcances y el carácter de quien los lleve a cuestas. Recuerdo que en alguna ocasión decidió corregir ante notario y con escritura pública el suyo, pues le faltaba una n; una actitud estúpida, argumentarían muchos, pero que papá consideraba de suma importancia, sobre todo si se tiene en cuenta que la suma de sus letras daba siete -sin la corrección seis- y la adición numérica de su segundo nombre y su primer apellido veintiuno, lo que numeralmente arroja un tres, un guarismo bastante importante para papá por aquello de la trilogía metafísica y la trisección esotérica de las cosas.
En casa había tres objetos de cada cosa, ni un número más. Tres catres, tres sillas, tres toallas, tres personas.
Mamá recriminaba a papá con suma frecuencia la presencia de otro hijo, reprimenda que él soportaba con tal de no romper con lo que llamaba la unidad de lo absoluto. Pese a esto mamá quedó en embarazo pero, para sorpresa de todos, abortó a los tres meses de preñez, ocasionando gran estupor en casa de la abuela, mientras yo observaba en el rostro de mi padre un dejo de sosiego y de equilibrio.
Pese a tener tan sólo seis años, nunca olvidaré esa mueca frente a la muerte de mi hermano, y no por el hecho de verla estampada inmisericordemente en su rostro -algo que yo no comprendía-, sino porque por un instante sentí yo ser el muerto y veía cómo el pequeño feto me auscultaba desde el vientre de mi madre, mientras era absorbido por un extraño embudo de sombras y de incongruencias. Papá y yo nunca conversamos del asunto. Sin embargo, muchas veces mientras descansaba, pude observar que esa era la máscara del sueño -un estado en donde la muerte le sobrevivía- y que el equilibrio numérico que buscaba le había proferido una señal que llevaría en el rostro hasta el momento de su muerte.

4

Las líneas de los pies de NN, lo único que he logrado contemplar desde su arribo a la morgue, me cuentan una cantidad de fábulas que nunca me confiarían las palabras de su boca. El cuerpo en su rara geografía posee más ideogramas y arabescos que cualquier pintura de la antigüedad. De hecho, considero que el lenguaje del universo y su herencia congénita están en las palmas de la mano, en los bordes de los dedos, en las orillas nacaradas de los dientes, en la espalda, y a través de estas líneas inexorables se narra al cosmos ese camino bien peculiar que debe abrirse en medio de la trifurcación de ene número de caminos. Eso es lo que yo llamaría destino, no las circunstancias que debemos recorrer, sino la composición del itinerario, algo que el hombre selecciona desde antes de su origen.
A raíz de lo expuesto con anterioridad, me gusta la belleza irracional, aquella que es ingenua a pesar de sí misma.
En este punto recuerdo aquella sentencia cuyo autor desconozco: “La mitad de la belleza depende del paisaje, la otra mitad de los ojos que la miran”. Prefiero suponer, en mi caso muy particular, que la belleza ineludiblemente depende de mis ojos. Desde pequeño gozo de la noche. Recuerdo que muchas veces tuve el revólver de papá sobre mi sien, pero sólo la fascinación de la noche me privó de la delicia de la muerte; comprendí que la muerte es más bella cuando se la mira desde afuera; dentro de ella tu sentido de comprensión se eleva por encima de ciertas consideraciones que, entre otras cosas, nos privan de la perspectiva humana, perspectiva dada por la animalidad y sustraída o perdida por culpa del suprasentido del viaje metafísico. Nunca accioné el gatillo por ese hecho significativo. Me obnubilaba viendo la noche, razón por la cual mis días eran muy pesados; durante la noche me quedaba quieto sobre el piso, tumbado sobre la grama o la arena, viendo cómo la noche era asesinada por el primer relámpago de luz; me impresionaba el fenómeno de las correspondencias y comprendía cómo esa línea que supuestamente las separa y hace distintas es una sola y que nunca se pueden entender por separado sino hermanadamente; un maridaje bastante peculiar en donde confluyen las estrellas, las esferas, los gases universales, la música que reverdece en las esquinas de los astros.
Era como si todo el universo entrara por mis ojos y me viera implicado de él desde el vértice de mi cabeza hasta la vena más delgada de los dedos. Esa muerte de la noche, que no es otra cosa que la conversión del día, me llevaba a recordar a todos esos hombres que de día son altos ejecutivos y de noche decadentes homosexuales o reinas nocturnas de cantinas a quienes cuestiono, no por su homosexualidad, sino por su poco carácter para asumirla. Y no es que tenga algo en contra de los homosexuales; papá afirmaba que en la noche de los tiempos todos éramos andróginos y que sólo la furia de un dios había ocasionado esa separación de los sexos, pero que igual, todo principio de masculinidad tiene su punto de feminidad, y a la inversa, todo principio de oscuridad su punto de luz y a la inversa, todo principio de odio su punto de amor. Lo que pasa es que así como yo revelo el alto contenido de la muerte, ellos, así como lo hicieron, un tal Wilde o un tal Kavafis, deberían revelar el alto contenido de sus preferencias afectivas.
La noche es la cara aparentemente opuesta del día, es decir que la muerte no es posible en ninguno de los dos casos, como es tampoco posible decir esto es vida o aquello es muerte.

5

A la salida de la escuela me subía a un gran almendro a ver cómo los buitres devoraban el cuerpo putrefacto de algún perro o un novillo. La cercanía del barrio y de la escuela a la Plaza de Ferias de la ciudad me “obligaba” a este tipo de contemplaciones, que yo consideraba necesarias sin entender por qué. Alguna vez la maestra de matemáticas se sorprendió al descubrir entre mis manos un sapo diseccionado. El escándalo fue mayúsculo, pero más mayúsculo el conflicto que tuvo con papá. Ese año perdí el colegio por persecuciones religiosas o algo así. Tiempo después encontré a la profesora en la calle. Su cabello totalmente encanecido, sus manos rugosas, sus ojos parcialmente apagados. Era como si la luz se le estuviese yendo, como si todo aquello que negaba desde sus percepciones pedagógicas la estuviesen atormentando, como si lo que negaba la negara ahora, como si el espanto de ver a la muerte con el rostro la espantara ahora a ella, era como una venganza de Cronos, como si este dios la devorara de la misma manera como lo hizo con sus hijos. La profesora me miraba –me mira- desde un punto de vista ladeado, no estoy seguro si me reconocía, pero sus ojos llenos de una luz oscura se quedaron fijamente en los míos. Después vi cierta mueca ultraterrena en sus pupilas, mientras yo sentía un raro estremecimiento de placer por dentro, como si ese placer se la tragara a sorbos, como si cada fibra de su organismo, cada nervio de su cuerpo, cada músculo de sus pies fueran necesarios para calmar una sed que me intrigaba.
La profesora de matemáticas no era bella en el colegio, creo recordar eso, pero ahora la contemplo con unos ojos que no sabría responder si son los ojos de la madurez del tiempo o los ojos del hombre que mira a través de las curvaturas de la edad intelectual o cerebral. Muchos días, meses quizás, antes de su muerte, me estacionaba en la esquina de su barrio y desde allí observaba muchos de sus movimientos. Vivía con un muchacho de aproximadamente veinticuatro años que yo asumía era su hijo. La maestra salía poco, por lo general a final de mes, cuando iba hasta el Banco Santander a cobrar su sueldo. Luego abandonaba el lugar y tomaba un taxi, mientras el muchacho se quedaba en el centro y dirigía sus pasos a un local de la carrera quinta entre octava y novena a gastarse una gran suma de dinero en las maquinitas de video y juegos de nintendo.

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Biobibliografía

WINSTON MORALES CHAVARRO Neiva-Huila, 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. En la parte literaria ha ganado los concursos de Poesía Organización Casa de Poesía 1996; José Eustasio Rivera 1997 y 1999; Concursos Departamentales del Ministerio de Cultura 1998; Concurso Nacional de Poesía “Euclides Jaramillo Arango”, Universidad del Quindío, 2000; Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Concurso Nacional de Poesía Universidad de Antioquia, en el 2001; Tercer Lugar en el Concurso Internacional Literario de Outono, de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Primer Puesto en el Premio Nacional de Poesía Universidad Tecnológica de Bolívar, Cartagena, 2005. Ganador de una residencia artística del Grupo de los tres del Ministerio de Cultura, Colombia, y el Foncas, de México, con su proyecto: Paralelos de lo invisible: Chichén Itza-San Agustín. Finalista en varios concursos de poesía y cuento en Colombia, España y México. Fue Director editorial-fundador del Periódico Neiva y es co-director de la revista Índice de Literatura, miembro del Consejo editorial de la revista de literatura Puesto de Combate-Bogotá, director de la Revista Hojas Sueltas-Neiva, Corresponsal de la revista de literatura Alhucema-España Ha publicado los libros de poemas Aniquirona-Trilce Editores 1998; La Lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002; Summa poética, Altazor Editores, 2005, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro. Poemas suyos han aparecido en revistas y periódicos de Colombia, España, Venezuela, Italia, Estados Unidos, Argentina, Puerto Rico y México. Ha participado en el Primer Festival de Cultura Colombiana en Milán-Italia, celebrado en Octubre de 2000; en la V Feria Binacional del Libro en San Cristóbal-Venezuela en el 2002; en el Encuentro Internacional de Escritores en el Caribe, Playa del Carmen-México, 2002 y 2004, Encuentro Internacional de Escritores en Zamora-México, 2005, y en los Festivales Internacionales de Poesía de Medellín, Manizales y Pereira. Invitado al Festival de Poesía “Alzados en Almas” de la Casa de Poesía Silva en el 2001, al Encuentro Internacional de Escritores de Lima-Perú, 2005, y al Encuentro Nacional de Escritores, Ibagué en Flor, 2006. En la actualidad se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad de Cartagena, Bolívar, Colombia.