PREMIO IX BIENAL NACIONAL DE NOVELA JOSÉ EUSTASIO RIVERA

DAYLIGHT

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Además de los seis compactos, la muchacha llevaba en la maleta unas cartas fechadas entre diciembre y febrero de... por lo que pude descubrir en ellas se trataba de una comunicación confidencial con su padre.
Papá nunca tuvo un gesto de esa naturaleza conmigo. Nuestra relación se limitaba a la socialización e interacción de una filosofía que él llamaba hermética. Sus apuntes, los cuales yo devoraba en los momentos de retraimiento, iban desde la tradición ocultista, la biografía de hombres y mujeres adeptos a las ciencias “obscuras”, antologías del ocultismo, hasta cábala hebrea, numerología, tarot y alquimia.
Nuestra relación padre-madre-hijo era bastante anómala. ¿Anómala? ¿Qué puedo decir de esto cuando la mía es similar y quizás doblemente enmarañada? Papá y mamá dormían en cuartos separados y su relación se limitaba al vínculo conyugal propio de las personas que tienen herederos. Él trabajaba y respondía con sus deberes en la casa. Mamá hacía su parte. Nunca los vi en celebraciones onomásticas, en espectáculos patrios, en cumpleaños o en ese tipo de unidades festivas. ¿Cumpleaños? -decía papá-, ¿qué es un cumpleaños? Para él todo era un accidente, como lo es el hecho de tener hijos, casarse, nacer o perecer. Lo fundamental no es la muerte sino el encuentro con ella, mirarla a la cara, comprenderla y abarcarla, afirmaba con un énfasis que, pese a la distancia, todavía intuyo.
“La Muerte por analogía puede involucrarse con un viaje. Es más, muchas son las creencias y tradiciones que asumen la Muerte como un camino hacia el gran más allá, reconociendo en la transición de la materia un cambio de equipaje o de carruaje, para la nueva empresa que nos aguarda. De allí todos los rituales egipcios, orientales o aborígenes.”
A partir de esas disertaciones muy suyas traté por todos los medios de confrontar sus posiciones y de auscultar la autenticidad de lo que afirmaba. Por eso me hice guardián de la morgue, por eso mi cercanía con el hospital, por eso mi gusto desaforado por NN a quien contemplo mientras en el espacio repica el cuerpo disonante de Daylight, canción de Coldplay, que obliga mi retorno sobre el espacio amarillento de los pisos.
¿Será posible que el destino de los padres sea repetido por sus hijos? ¿Es posible cometer los mismos errores? Pero, ¿qué son los errores? ¿Acaso es falso que a través de ellos se llega al conocimiento y que incluso el exceso es un derrotero confiable hacia la madurez de espíritu?
Mis pasos, viéndolo desde una perspectiva lógica, se parecen en muchos aspectos a los de Papá. En estas circunstancias es factible afirmar que la reencarnación existe al menos desde esta óptica. Aunque es verdad que mis ideas, mis impulsos, mis configuraciones físicas son distintas, ¿quién puede negar que en repetidas ocasiones “Soy” la extensión de una genética ajena y que esos elementos “subterráneos” que llevo en el ser no son del todo míos sino de los que me precedieron?

2

La baldosa es amarilla como la muerte y sobre ella languidece el envés de las camillas y los brazos metálicos de los enfriadores. Los cadáveres han cambiado de sitio; muchos de ellos han sido removidos por auxiliares y otros, como algunos guerrilleros, han pasado a investigaciones de distinta naturaleza. La muchacha continúa en la morgue. Para fortuna mía nadie ha echado de menos su presencia en los territorios de la supuesta realidad, por lo que ha pasado a convertirse en un cadáver más, un nn, razón suficiente para amarla desde el “raciocinio” de lo ilusorio o la irracionalidad de lo innegable, cuando yo prefiero llamarla en la simplicidad de las formas, La Muchacha de la Morgue.

3

Ingresamos una tarde de julio con X en casa de la maestra. X poseía llaves, por lo que la entrada al lugar estuvo en los parámetros de lo corriente. La casa era enorme y estaba ornamentada por un amplio jardín en donde sobresalían –sobresalen- formidables helechos y árboles frutales propios del clima caliente de Neiva. Poseía un corredor extenso, en donde grandes habitaciones despuntaban en los costados del mismo. Mientras X exploraba el refrigerador en busca de algún comestible, recorrí la casa auscultando cada rincón de ésta. No existía duda, X dormitaba con ella. Ninguna habitación ostentaba los lujos de la primera, razón por la cual deduje que ese era el cuarto donde ocurrían –ocurren- las cruentas batallas de las que X me hablaba. Un álgebra de Baldor era el único ornamento de los anaqueles, y digo ornamento porque sin lugar a dudas era sólo eso: un aderezo del sitio.
La cama, en cambio, poseía un portento nunca antes visto. Su aspecto daba la sensación de un bastimento de guerra: extraordinarios cojines descansaban sobre los cubrelechos del cabezal, mientras encima de las barandas de madera reposaban enormes espejos. En los cajones gemelos de la alcoba encontré diversas revistas de pornografía en donde descollaban relaciones lesbianas y orgías con animales. Una razón poderosa me hizo abrir los pórticos de las mesas de noche y encontré en ellos cientos de cartas en donde se dirigían a la profesora con una confianza que sólo se gana con los años. Y en efecto, eran cartas de tres, cinco y hasta diez años de antigüedad. Las direcciones eran apartados postales que coincidían con los de las revistas pornográficas, lo cual me llevó a concluir que la maestra intercambiaba correspondencia con suscriptores de la publicación. Las imágenes y las cartas coleccionadas por la profesora me dieron una nueva pintura sobre ella. ¿Qué la hacía esconderse? ¿Por qué encubrirse de esa manera? Y entonces comprendí muchas cosas que me llevaron a festejarla y a olvidar su acometimiento de juventud cuando yo todavía era un infante. Ninguna recriminación, ninguna afrenta podía compararse con el dulce paladar de lo licencioso. La maestra buscaba la virtud a través de la mocedad de X y por vía del “exceso” genital. No obstante, es ese exceso el que conduce a la probidad y aunque yo nunca he tenido un concepto claro de lo que es virtud, pienso que es menos monstruosa ésta, que aquella que se disfraza con el rostro de la fidelidad -la misma que destruye a quien se le guarda-, la sumisión -aquella que esclaviza a quien se le sirve- o la castidad -la misma que condena a quien la gana-.

4

A partir de esa tarde de julio incrementé mis fisgoneadas en casa de la señora. Sabía la hora de ingreso, de salida, los días en que iba a la iglesia, los encuentros con familiares, las visitas intempestivas de mujeres vestidas con raros atuendos que más bien parecían camuflados beligerantes. X por lo general abandonaba el lugar cuando esos fenómenos sucedían.
Alguna vez extraje del cajón el revólver de mi padre y me situé en las afueras del lugar con el ánimo de sorprenderla en su arribo. La profesora venía sola y esa coyuntura me permitió acceder a ella con mayor facilidad. Alcé la mano con que cargaba el arma y apunté con cuidado y precisión al pecho. Algo la hizo adivinar mis designios y viró con suma rapidez hacia donde me encontraba. Mi dedo estaba en el gatillo, por lo que una milésima de segundo bastaba para extinguir su voluntad. Creí respirar el olor de la pólvora, me pareció ver en la boca del revólver el destello del disparo, oí el estruendo de la descarga cuando los ojos de ella se situaron frente a los míos y pude recoger a través de ellos sesenta años de cansancio y de estupor. Sin embargo, ese sopor visual llamado infinitud -es allí donde se detiene el tiempo físico- produjo en mí un efecto similar al emanado por la “escapatoria” del piquero. En ese atisbo mutuo que pudo haber durado un año, un lustro o un término de tiempo indefinible estaba el origen de la vida; allí congeniaron el dolor y la subsistencia de muchos años idos, la memoria, el disco virtual que todo lo recuerda. Luego de eso, resbalé el arma entre las manos y la encubrí en uno de los bolsillos del pantalón, mientras la profesora lanzaba una mueca que no alcanzaba a establecerse como asco o correspondencia.

5
La plasticidad de Coldplay juega un papel fundamental en la morgue. Es como si las notas chocaran contra las paredes del lugar y quedaran esculpidas durante varios días en los azulejos. En este tránsito de tiempo escucho cientos de músicas que fueron quedando como tatuajes en las paredes, grandes carteles de otra música gravitando por el éter, aquellas músicas que traían –traen- los muertos consigo, aquellas palabras que dijeron cuando vivos y que ahora eran su arrepentimiento.
Entonces creí escuchar el adefesio de un tal Diomedes, las bravuconadas de un señor de apellido Fernández, los buenos arpegios de C. Veloso. Y fue ese recuerdo de músicas “aparentemente” muertas lo que me llevó a la edad feliz de la inteligencia pura, cuando todavía andaba en los cerros de la estupidez y el desconocimiento de “raciocinios adultos”. Entonces me acordé de papá y mamá y de nuestra residencia en Calixto Leyva, cuando compartíamos vivienda con otras personas.
Una noche de 1974, cuando ni siquiera superaba los cinco años, me desperté a altas horas de la madrugada en busca de la bacinilla que reposaba en un flanco de la cama. Al rebasar el cuerpo de mis progenitores -yo dormitaba en medio de ellos- y al buscar la boca del bacín, me encontré con un enorme gato que bebía los orines. El felino saltó sobre el mesón de la cocina y para sorpresa mía se introdujo por la rendija del lavabo desapareciendo misteriosamente entre las sombras. Nunca conté esa visión a mis padres -ni siquiera a papá, quien apreciaría el incidente-, por lo que solamente hasta ahora, cuando miro las cosas con los ojos de lo supranormal, justifico este hecho como una cercanía con los mundos paralelos y la lógica de un universo indefinible.
Fue ese gato, esa aparición fantasmagórica lo que moldeó mi temperamento y mi runa metafísica. Desde esa etapa preclara de la inocencia, cuando nada parecía aturdirlo a uno, cuando ningún suceso, por muy monstruoso que pareciera (¿qué suceso podía haber sido monstruoso para un niño que no había sido inyectado por las taras o las lógicas excesivamente racionales de los adultos?) le conmovía a uno o lo asustaba? La noción que un niño tiene de la “realidad” es la más ecuménica de todas, aunque no quiero decir con esto que los niños sean sinceros o candorosos, pues como dijera Rilke -algo que también se ajusta a lo femenino y aparentemente bello– “todo ángel es terrible”, y sé, con sobradas razones, que la mayoría de los niños son perversos, algo que obedece a su alta naturaleza instaurada eficazmente en los principios de correspondencia; un niño es perverso sin avergonzarse de ello, la supuesta vergüenza viene con el raciocinio, cuando comprendemos que fuimos expulsados de un dichoso paraíso y que hay que llevar un vida desgraciadamente decorosa para recuperarlo.
Personalmente nunca me he afanado por reconquistar la bienaventuranza edénica. Eso, como todo lo que le concierne al hombre, incluso fuera de él, es por antonomasia mental. El universo es cerebral, todo es una idea, todo obedece a un impulso eléctrico de un algo superior, a la fuerza cósmica que nos contiene y nos comprime. Los catres, las sillas, las toallas de la casa fueron primero una idea, la luminosa representación de un hombre que soñó en el vacío, que puso en la aparente nada unos objetos que comenzaron por configurarse. De igual modo aconteció con el infinito, con el hombre, con la judía que nos sirve de alimento, con el germen, la cáscara, el polluelo. Todo fue en el terreno de lo inconmensurable un impulso, una descarga eléctrica, una pila poderosamente sicológica.
No sé si lo que afirmo tiene una estructura suprafísica, si las palabras proceden de mi boca o no, si la emisión de una resonancia fonológica me pertenece, pero lo que sí está bien claro es que guardo cierta coherencia con lo que digo y que lo que circula en este cuarto viciado por los muertos es tan mío como la afinidad austera de decirlo.
No obstante, reconozco que en muchas ocasiones sólo somos receptores de un aparato emisor que escapa a nuestras lógicas y clarividencias: es como si un dios o un demonio hablara a través de nuestros labios, como si el Ángel del Nirvana profiriera sus pensamientos -edénicos o satánicos- a través de unos fragmentos de universo llamados individuos.
Y entonces uno logra confundirse.

6

Ahora que la muchacha de la morgue toma un aspecto en la memoria que no es el que se ha configurado desde siempre, desde antes o después, me pregunto por qué se me aparece así, por qué me viene desde su edad más temprana, cuando paseaba por las calles de su barrio y acometía –acomete- alguna travesura en las puertas del sector.
Entonces pienso en Villa M., en la Casa Bomba, en la explosión sacudiendo tres mil trescientos treinta y tres habitaciones, golpeando con su estruendo trescientas treinta y nueve almas, ciento veinte kilos de anfo entrando por los oídos de un militar. Y veo a una niña que sale de su casa, veo cómo la muerte le dice que retorne, que algún oficial necesita una escalera, que busque en su casa o en la casa de un vecino el ataúd que le corresponde, que aún es temprano, que media Neiva duerme, que seis o nueve guerrilleros han planificado derribar el avión de un señor muy importante. Mis ojos ven la niña a través de los ojos de un fiscal, a través de los ojos de la noche, de un perro que ladra con desasosiego, de un pájaro que duerme sobre el árbol del acabamiento. En la cabeza de la niña el camino al Liceo, el salón, la maestra, las alumnas de su curso, el recreo. La niña vira y ve la muerte; la muerte tiene una mirada dulce -pienso- y unos guerrilleros que están afuera de la casa ven cómo el militar trepa por el muro y cómo la niña consigue la escalinata que lo conduce al vacío inexorable. El militar cae. Antes de que sus pies besen el traspatio de la muerte, antes de que el guerrillero presione con sus dedos el botón, antes de que ene números de hombres sean levantados de su cama por el halo de “La otra orilla”, antes de que la bomba acuchille cristales, paredes, ventanas y tejados, la niña -su edad es la de la infinitud-, me mira desde los ojos de una nube de polvo que acaba de erguirse y se queda allí suspendida en un tiempo y un espacio imperturbables, mientras tres mil trescientas treinta y tres habitaciones son sacudidas por la onda explosiva de una bomba.

7

La muchacha de la morgue oscila entre los trece y los catorce años. Veo ahora, desde las sábanas azules, sus pies un tanto cenicientos, mientras llega hasta mis manos un poema de William Butler Yeats el cual trascribo exactamente como aparece en una de las cartas de la adolescente:

UN AVIADOR IRLANDÉS PREVÉ SU MUERTE
Traducción de Manuel Soto

Yo sé que encontraré mi suerte
En algún lugar arriba entre las nubes;
A aquellos que combato yo no odio,
A aquellos que defiendo yo no amo;
Mi tierra es Kiltartan Cross,
Mi gente los humildes de Kiltartan,
Ningún posible desenlace les quitará nada,
Ni les hará más felices que antaño.
Ni ley ni deber me invitaron a la lucha,
Ni los estadistas, ni la turba clamorosa,
Un solitario impulso de deleite
Me trajo a este tumulto entre las nubes;
Todo lo ponderé y tuve presente,
Vano aliento parecían los años por venir,
Vano aliento los años ya partidos
Que equilibran esta vida y esta muerte.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

WINSTON MORALES CHAVARRO Neiva-Huila, 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. En la parte literaria ha ganado los concursos de Poesía Organización Casa de Poesía 1996; José Eustasio Rivera 1997 y 1999; Concursos Departamentales del Ministerio de Cultura 1998; Concurso Nacional de Poesía “Euclides Jaramillo Arango”, Universidad del Quindío, 2000; Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Concurso Nacional de Poesía Universidad de Antioquia, en el 2001; Tercer Lugar en el Concurso Internacional Literario de Outono, de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Primer Puesto en el Premio Nacional de Poesía Universidad Tecnológica de Bolívar, Cartagena, 2005. Ganador de una residencia artística del Grupo de los tres del Ministerio de Cultura, Colombia, y el Foncas, de México, con su proyecto: Paralelos de lo invisible: Chichén Itza-San Agustín. Finalista en varios concursos de poesía y cuento en Colombia, España y México. Fue Director editorial-fundador del Periódico Neiva y es co-director de la revista Índice de Literatura, miembro del Consejo editorial de la revista de literatura Puesto de Combate-Bogotá, director de la Revista Hojas Sueltas-Neiva, Corresponsal de la revista de literatura Alhucema-España Ha publicado los libros de poemas Aniquirona-Trilce Editores 1998; La Lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002; Summa poética, Altazor Editores, 2005, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro. Poemas suyos han aparecido en revistas y periódicos de Colombia, España, Venezuela, Italia, Estados Unidos, Argentina, Puerto Rico y México. Ha participado en el Primer Festival de Cultura Colombiana en Milán-Italia, celebrado en Octubre de 2000; en la V Feria Binacional del Libro en San Cristóbal-Venezuela en el 2002; en el Encuentro Internacional de Escritores en el Caribe, Playa del Carmen-México, 2002 y 2004, Encuentro Internacional de Escritores en Zamora-México, 2005, y en los Festivales Internacionales de Poesía de Medellín, Manizales y Pereira. Invitado al Festival de Poesía “Alzados en Almas” de la Casa de Poesía Silva en el 2001, al Encuentro Internacional de Escritores de Lima-Perú, 2005, y al Encuentro Nacional de Escritores, Ibagué en Flor, 2006. En la actualidad se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad de Cartagena, Bolívar, Colombia.