PREMIO IX BIENAL NACIONAL DE NOVELA JOSÉ EUSTASIO RIVERA




© Winston Morales Chavarro

ACTA DEL JURADO

En la ciudad de Ibagué, Biblioteca Darío Echandía, el lunes 6 de septiembre de 2004, a las 12:30 m el jurado calificador conformado por Guiomar Cuesta Escobar, Antonio Iriarte Cadena y Benhur Sánchez Suárez, después de leer cuidadosamente y discutir la calidad literaria de las obras presentadas al Concurso, llegamos, por decisión unánime, al siguiente veredicto:

Otorgar el Primer y Único Premio a la novela:

“Dios puso una sonrisa sobre su rostro” , firmada con el seudónimo de Giordano Bruno.

El jurado considera que en la novela hay un buen trabajo de reflexión, original y sugestivo, acerca de la muerte, vista desde la otra orilla. Es decir, desde la vertiente no racionalista ni occidental, tal vez más cercana a la visión oriental del misterio de la muerte, desligada por completo del tinte terrorífico y trágico con el que miramos los occidentales. Se notan las abundantes y selectas lecturas del autor. No es difícil deducir que tiene un gran conocimiento de algunos poetas notables y una fina sensibilidad estética. El lenguaje, en general, pulcro, en ocasiones hermoso. Hay un manejo interesante de la estructura a partir de la organización de los capítulos en los que combina la música y la poesía con la realidad ineludible de la muerte.
El jurado considera, además, pertinente felicitar a la Fundación por mantener la continuidad de este certamen literario en beneficio de las letras colombianas, reconocer la calidad de al menos seis novelas participantes, lo cual implica el buen nivel en que se encuentra la narrativa colombiana, y abstenerse de promulgar novelas finalistas pues, dada su calidad, estas podrían quedar señaladas y no tendrían, eventualmente, oportunidad de participar en futuros concursos de la misma índole.

En constancia firman los jurados

(Fdo.) Guiomar Cuesta Escobar (Fdo.) Benhur Sánchez Suárez
(Fdo.) Antonio Iriarte Cadena

EPIGRAFE

El drama ha terminado. ¿Por qué todavía
un paso más? Porque uno sobrevivió a la
catástrofe.


H. MELVILLE

A MANERA DE EXORDIO

El misterio de la existencia
o La estética de incertidumbre

Todo ES por el recuerdo, todo se debe, se restablece, se configura en la masa esotérica de un numen sideral- nos dice en una de sus reflexiones el protagonista de la novela. Y como si esa declaración de principios revertiera sobre el propio artificio del relato, la subjetividad va a marcar el desarrollo de los hechos. Con el contrapunto objetivo de las cartas encontradas en la maleta de la muchacha muerta y un par de anotaciones al margen de la narración en primera persona del protagonista (la nota de prensa de la agencia S en Bogotá y el pasaje en que se constata la experiencia del agente F. Muñoz en Villa M y su recuerdo de un servicio en Algeciras en el que el azar lo libró de la muerte que esperaba a sus compañeros a manos de la guerrilla), toda la novela se sustenta sobre los recuerdos y las reflexiones del protagonista. Lo que viene a redundar en las propias ideas de éste, que no valora tanto los hechos objetivos, discutibles en su “realidad”, cuanto las propias interiorizaciones de los mismos.
La vida como juego de espejos (los mismos por los que desaparece el piquero de patas azules o en los que el protagonista no se refleja, como si de un vampiro o un espectro se tratase). Universos paralelos que se cruzan, dimensiones extrañas en las que el espacio-tiempo se curva y el niño X, asesinado por el propio narrador sin que el hecho ocasione el más mínimo eco en su entorno, se confunde con su sucesor x (niño también y parecido al anterior) como “amadrinado” y amante de la vieja profesora de matemáticas o con el propio amante de la esposa del protagonista al que éste consiente en secreto sus relaciones… La realidad confundiéndose y cruzándose, cambiando siempre como los cuantos de energía y supeditada al enfoque del sujeto que observa. Tal como diría la moderna física cuántica, es el principio de incertidumbre el que rige todo y nada puede ser analizado al margen del que observa que, necesariamente, influye en lo observado. Y no olvidemos que, al fin y al cabo, tal y como Frijot Capra explica en su libro “El tao de la física”, la ciencia occidental está empezando a descubrir (por una vía diferente) cosas que en Oriente las distintas místicas ya sabían hace mucho tiempo: el tao, el zen o el sufismo (la mística que más ha influido en el pensamiento occidental, como demuestran autores como Asín Palacios, Robert Graves o Idries Shah, aunque occidente, prisionero de sus prejuicios racionalistas y prepotentes, haya desvirtuado muchos de sus conocimientos aprendidos)
Realidad al límite, que pone en cuestión el propio sentido de la existencia y acude al valor supremo de la muerte como camino y transición, y también como culmen de la vida (el orgasmo cósmico en que se fusionan la oscuridad y la luz, en palabras del protagonista). Límite incluso en las relaciones sexuales, repletas de morbidez, que incluyen desde el adulterio consentido hasta la necrofilia y el sexo con el cadáver de 70 años de la que fue su amante en vida (y ésta tenía cuarenta años más que él). Experiencias anómalas en un mundo sin certidumbres en el que una chica joven y hermosa que yace en La Morgue guarda en su maleta discos (todos de Coldplay) y cartas a su padre escritas desde Irlanda en las que habla de William Butler Yeats o del abatimiento que le ha producido un atentado terrorista en Bogotá, apenas unos días antes de morir ella y que el narrador (y protagonista, no lo olvidemos) ve en ella a otra chica que murió a su vez víctima de otro atentado en Villa M. La realidad cotidiana, de nuevo, más incompresible, más irracional, más incierta que el extraño mundo de misteriosas “otras orillas”, supramundos y universos paralelos en el misterio de la existencia.
Sinestesias que superan lo racional (Mi padre aseveraba que el hombre de antaño poseía una extraña fusión de sentidos cuyo propósito final se confinaba en un sentido suprasensorial que captaba el lenguaje cifrado de las cosas). Escatología en sus dos acepciones: la relacionada con la trascendencia y la que se refiere a lo repulsivo. Ambiente gótico, barroquismo en el que a veces brilla un pincelazo de Calderón (la muerte como sueño, el sueño como muerte y ambos como vida), o uno del existencialismo de Camus (el destello del revolver hace recordar en cierta ocasión El extranjero), pero es, en conjunto, una narración inquietante y compleja que se adentra en los terrenos tanto de la psicología profunda como de la física moderna (la relatividad, la física cuántica…) y que, como en la ciencia más actual, tiene su paradigma principal en la incertidumbre y su fuerza singular en el misterio.

Emilio Ballesteros Almazán
Granada-España

PARACHUTES

1

Sparks suena de manera poco usual en la morgue. El sonido, proveído de cierta extrañeza por el frío de la sala, no es sonido porque sea perceptible, sino por las impresiones que despierta; ningún sonido se recuerda por el eco, por el timbre o el volumen, eso es algo demasiado natural para ser substancial en la asonancia; el sonido es por la memoria, por los ángulos visitados al girar sobre un recuerdo que congenia con la resonancia musical o artificial del resorte auditivo.
Parece que Sparks viniera por un tubo, es como si la muerte cantara a través de un embudo cuya música se profiriera como la lluvia cuando es escuchada al través de las tejas de zinc en esas casas de bahareque que aún pululan por la ciudad.
Mi padre aseveraba que el hombre de antaño poseía una extraña fusión de sentidos cuyo propósito final se confinaba en un sentido suprasensorial que captaba el lenguaje cifrado de las cosas.
En la Morgue todo es posible. Hasta el angustioso zigzaguear de un mosquito pasa a convertirse en un recuerdo recobrado en la existencia o en alguna abstrusa preexistencia de la cual no damos señas por más que nos esforcemos.
Aquí da la sensación de que ciertos estertores del organismo sólo son posibles en este momento y punto de la muerte. Parece, si se quiere, que los muertos guardan cierto gimoteo para un momento clave de la expiración. Es casi un lamento, como un eco triste, yo mismo lo he escuchado en diversas oportunidades. Al comienzo pensé que por alguna rara circunstancia el muerto no estaba muerto, sino que había permanecido en un estado intermedio y que posteriormente recobraba su vitalidad para emprender la retirada, pero luego me percataba que eran meras impresiones mías y que todos los muertos seguían en una fila flemática, tocándose, a veces, con sus pies o sus codos hasta entrar en una comunión que quizás nunca hubiesen tenido al estar despiertos.
Uno, dos, tres, cuatro. Los contaba –cuento- de acuerdo a su tamaño o su volumen. En otras oportunidades levantaba las sábanas que le servían de vestido y comprobaba si la última mueca de sus rostros era la misma. No había duda: El muerto continuaba –continúa- con ese rictus imperturbable que había ganado un segundo antes de perder la luz.
La cosa era distinta cuando la morgue no daba abasto y los muertos se apilaban uno a uno hasta formar una gigantesca masa de carne. Alguna vez me pregunté si el orden de la pirámide obedecía a su rol en la existencia, a sus importes lógicos, a su clase social o desempeño de trabajo, pero luego me percataba de que esto no era sino un accidente y que quizás estaban en ese lugar por un orden de llegada (en este caso partida), o porque eran apiñados de acuerdo a su estatura y peso.

2

La música en la morgue se convierte en un aparato ineludible para ahuyentar la maroma de la afonía. Es verdad que el silencio es bueno, pero en circunstancias como estas en donde eres “observado” por decenas de párpados que más bien parecen un coágulo de sangre, el mutismo del ambiente se convierte en un puñal en manos de la adolescencia; desenfrenado hiende en las carnes del que soporta largamente ese halo que carece de sustancia sonora. En cuanto al tiempo, el mismo que sin poseer un principio circular ni progresivo parece un mar de regresiones y reflujos, éste nos va repitiendo que todo en las circunstancias que se quiera carece de significado y que las percepciones del sujeto quedan comprimidas en la misma sensación que causa un calendario cuando es reducido a nada por las manos depravadas de un infante, quien se alegra al ver que la hora de recreo y ocio están más cerca que lejos.
Así es la vida frente a la muerte. Sé que ellas se fusionan en un estado que podríamos calificar de entreacto, y que este estado es tal vez aquel que brinda la mata oscura del sueño cuando nuestros párpados se vuelven pesados como una gran cortina de concreto y las percepciones se elevan a los terrenos inconmensurables del absoluto onírico. Pero, ¿qué pensar en un sitio como éste en donde nada parece moverse y sólo la música de Coldplay invade el lugar? La voz y el barullo de los instrumentos parecen congeniar perfectamente con esas colchas azuladas que cubren los cadáveres; las fundas se agitan -esa es mi impresión, aunque poco creo en ellas- con una particularidad que espanta; en ocasiones asumo que son los muertos los que contonean sus pies al ritmo experimental del grupo y yo mismo me dejo llevar por esa sensación al aprobar con la cabeza. Luego me levanto del lugar donde estoy cómodamente recostado y lanzo una imprecación a lo estúpida que suele ser la reclusión y a lo anodino que uno se siente en situaciones de esta naturaleza.
Realmente no es un trabajo pesado. ¿A quién se le ocurriría pesado cuidar cadáveres? Lo único fastidioso es la desidia que ocasiona un lugar de semejantes características; la baja temperatura lo encierra a uno en una atmósfera inusual que le aísla del medio ambiente propio de la ciudad; Neiva ostenta ser una de las ciudades más calientes de Colombia, por lo que una temperatura de estas resulta benigna para el ánimo y el organismo. Además, el aire acondicionado termina por blanquearlo a uno de tal manera que resiente nuestra piel pareciéndose a la de los difuntos. En alguna oportunidad mi esposa me lo dijo: “Pareces un tipo de esos”. No me dijo nada más, pero yo asumí que a uno de ellos, ¿con qué otro personaje podría compararme? Un hombre como yo, cuyo perfil es tan bajo dentro del accidente de la preexistencia, ¿con quién podría confrontarse?

3

El espejo era el único ornamento dentro de la sala. ¿Para qué un maldito espejo en la morgue?, recuerdo que preguntó el gerente del hospital, mientras yo buscaba una explicación lógica a sus reniegos. La angustia que ocasionaba la afirmación de mi mujer me llevó a “contemplarme” con insistencia en la superficie del recuadro. Si bien es cierto que en él hallaba una respuesta a mis fluctuaciones y temores, también es cierto que en el espejo encontraba un espacio extrafísico que se confundía con la suprageografía de un mundo al que muy pocos tenemos acceso. Llegué a concluir que el espíritu del muerto se escapaba por ese marco de cristal, cuyos reflejos traían a mi cabeza tantos recuerdos de infancia.

4

Mamá solía pararse conmigo frente al espejo antes de despacharme para la escuela. El reflejo de ella era fiel a su volumen, y su rostro parecía recobrar un encanto que no tenía desde la percepción visual directa del ojo; era como si el espejo le regalara belleza; yo la veía con atuendos de monarca, ataviada de collares y coronas, mientras me percataba de que el espejo omitía mi presencia. ¿Dónde estaba yo? ¿En que rincón del submundo me encontraba, toda vez que mi rostro desaparecía en las aguas inquietantes de los vidrios? Cuando regresaba a casa, después de una jornada fatigante de disertación escolar, percibía que mi sombra iba a cien o doscientos metros delante de mi cuerpo. Como estudiante nunca sobresalí en las ciencias naturales y exactas, por lo que no daba una solución puntual a ese fenómeno, pero imaginaba que así como mi rostro no aparecía en el espejo, tampoco el reflejo de mi sombra era preciso, pues deducía que el sol y la tierra eran vulnerables en su naturaleza y actitud cósmica. En las inconmensurables manos del creador yo había quedado por fuera. ¿Dios se había olvidado de mí? ¿Es posible que Dios se olvide de uno? ¿Sería acaso su venganza, teniendo en cuenta que siempre renegaba de las misas y me escabullía entre la multitud para jugar en los solares de las distintas iglesias a las cuales asistía? Cinco minutos antes de concluir la ceremonia regresaba a las faldas de mi madre y tomaba una posición rígida para ostentar pulcritud devota. Creo que nunca se percató de mis ausencias. Luego vinieron la comunión, la confirmación y el matrimonio, ceremonias a las que asistía porque no podía enviar un estafeta, pero que nunca significaron para mí nada trascendental, salvo el requerimiento racional que le impone la ideología cristiana.
En este punto recordaba a Andrés Berger Kiss:

“Cuidado con decirle al Dios
tu buena fortuna.

Esconde tu tesoro.
Al momento de saber
Lo bien que te va
Lo feliz que estás
Manda un rayo seguro
A partir tu corazón
Una plaga contra tus queridos
La muerte para tu amante.

Engaña al Dios:
Dile lo mal que te va
Lo enfermo que estás
Calamidades que no te han ocurrido.

¡Cuéntale mentiras!


5

Mi rostro no ocupaba –ocupa- ningún espacio en el espejo pese a la posición que busco desde toda perspectiva y ángulo. Sin embargo, en él se refleja toda la atmósfera de la morgue: las neveras, las camillas, los pies de los muertos asomando inodoramente por los bordes del azul, el hedor emanado de algunas bocas -desde la realidad de los sentidos el hedor es algo que adquiere forma- las sábanas, el brillo de los congeladores, el ambiente frío del lugar.
Ahora suena Yellow. No sé cuántas veces ha sonado y se ha repetido. Hay una razón poderosa para creer que todo lo que gravita por el éter está sonando simultáneamente en algún lugar del cosmos; lo extraespacial y atemporal confluyen en la orilla inimaginable de las cosas y más que contradecirse interactúan. Todo queda flotando, todo ruido, todo eco, cualquier rumor, por más pequeño que sea, toda resonancia se repite en un número indeterminado de objetos; toda cosa queda untada del sonido como si se tratase de un ungüento o una pócima mágica que proporciona vida al oído colectivo de la coexistencia. La música, la poesía, la novela, la pintura y todo lo que lleve inmerso una teoría comunicativa nunca deja de escucharse, y por el contrario, es capaz de instalarse en un alma virgen, en este caso un resorte olfativo virgen, pues el olfato supraesencial también escucha y lee.
Veía los objetos de la morgue desde las aguas oscuras de los vidrios. Ahora recién recuerdo o creo recordar que para mí es más fácil asumir la vista de las camillas y los difuntos desde el ángulo del vidrio y no desde la visión directa de mi ojo. Entiendo la muerte como un viaje y veo a los muertos como los nuevos viandantes de la luz. ¿Qué es la muerte sino exceso de luz? La muerte no es un suceso terminal sino el acceso al traspatio de otras posibilidades, pero eso no lo entiende mi mujer, quien me tacha de desvariado y recrimina la ausencia de su padre, insistiendo en que está muerto y que en eso se va a quedar. No contesto, me callo, me amordazo. Discutir no tiene sentido -pienso- sobre todo cuando lo que discutes son tus afirmaciones personales y tus percepciones emotivas. No hay nada más infructuoso que discutir y sobre todo persuadir. Callo, me escondo en los pensamientos del que tiene una perspectiva por defender, pero la defiendo desde mi silencio, así este silencio signifique mi derrota o el triunfo del otro, dos matices diferentes si se tiene en cuenta que el supuesto triunfador se regocija con la claudicación del contendor, falencias incorregibles de la comunicación y los dichosos tejidos comunicativos.
En este labrantío mi mujer siempre gana la batalla. Un muerto es un muerto -dice- y no hay otra harina en ese costal. La muerte es la tercera vía, me repito silenciosamente mientras hacemos el amor y sus quejidos e imprecaciones pasionales me dan lugar al triunfo. Es la única manera de ganar -le digo desde un mutismo perceptible-, mientras ella se retuerce afirmando no se sabe qué cosa o qué lejano pensamiento de placer que dudo tenga que ver conmigo.
Mis orgasmos están relacionados con los muertos. Me ubico un segundo antes de la muerte, segundo que más bien parece la infinitud sí se tiene en cuenta que en esa fracción de tiempo -en donde está concentrado lo renovado y perdurable- le ocurren al muerto todas las cosas que quedaron por concluirse. Aquí todos los hombres finiquitan sus búsquedas inmaturas y de hecho conocen sus obras no realizadas: se ama la mujer que nunca se amó, se llevan a cabo los actos más estúpidos y más deseables; por lo general la racionalidad mentecata de nuestras “sabidurías” más comunes niega aquellas cosas que dan verdaderamente vida; la catarsis ocurre en lo mundano y el loto se levanta desde lo escatológico, como ocurre con las cenizas que dichosamente toman la forma de un ave. La muerte debe ser algo similar, un orgasmo cósmico, un placer akásico, una pasión cuyos territorios oscilen, se mezclen y se fusionen en la oscuridad y la luz. El muerto debe padecer ese estremecimiento propio del éxtasis metafísico llamado amor, pero no el amor de los sentidos, ni el amor de las carnes o las geografías corporales; debe, ante todo, ser el amor mayestático de la muerte, porque la muerte nos ama -pienso-, la muerte crece con nosotros, ha delineado sus estrías en nuestro rostro, en nuestro vientre, en la planta de nuestras extremidades inferiores, en el sexo, en cada brillo de la boca, en las palabras proferidas por los momentos de calor.

Sligo, diciembre 27

Querido Padre:

He decidido visitar la tumba del poeta William Butler Yeats antes de abandonar La Provincia de Connaught. Hace frío, pero no por eso me privaré de la deliciosa sensación de estar frente al sepulcro de un hombre fundamental como William.
Mamá no ha querido salir del hotel. Sus argumentos necios de no hallar nada interesante en Irlanda me ha llevado a discutir seriamente con ella. Me parece estar escuchándola: “¿para qué edificios clásicos si en Neiva está la Antigua Estación del Tren? ¿para qué palomas si en la Plaza Cívica de la ciudad hay palomas? ¿para qué contemplar mausoleos de gente que nunca conocí - esos alucinados que ustedes llaman poetas- si en el Cementerio Central está la tumba de tu abuelo?”. He preferido no seguir riñendo con ella, de igual modo, puede que ella tenga la razón y no yo, pues como tú dices todo depende de la perspectiva desde donde se lance la mirada.

Un beso y espero encontrarte pronto.

Tu hija.

PD. No olvides grabar el concierto de Cold por MCM

A RUSH OF BLOOD TO THE HEAD

1

Ha concluido por enésima vez Yellow. El Dr. Falla, gerente del hospital, ha mandado mi almuerzo a la morgue. Cambio Parachutes por A rush of blood to the head, mientras reflexiono en el alimento que debo digerir, pues he decidido bajar el consumo de carbohidratos y harinas por culpa de los malditos triglicéridos. Aunque en circunstancias como estas cobra un importe poco trascendental la salud, omito esas comidas no por salud sino por apariencia: peso ochenta y dos kilos y el abdomen ha cobrado un tamaño poco corriente en mí, hasta el punto que parezco un hombre en estado de gravidez. La salud frente a la muerte no importa para nada; la muerte es una unidad indisoluble que no puede ser tocada por la ausencia de enfermedad o la abundancia de vida. Como toda unidad, posee su propio principio y su propio territorio, casi su propia moneda o valor, de tal modo que nadie puede negarse a sus pedidos y ninguna razón o explicación pasa a ser entendida por ella. La muerte ronda al hombre, camina por los pensamientos que creemos nos hacen libres de ella. De hecho, se escoge a la muerte; el Numen de la Pitia viene con nosotros desde antes de emprender la existencia de lo continuo.
¿Y la belleza? Nada es comparable a la belleza de un muerto, nada alcanza el equilibrio de un organismo en estado de quietud y putrefacción. Además, la belleza cuanto más irracional más compleja, más compacta y precisa. Sólo el que es bello y desconoce su apostura es enteramente hermoso, pues la belleza no es una vitrina, no es un espejo, no es un cetro ni una aureola de metal. Creo que las reinas deberían concurrir a sus actividades intemperantes totalmente desnudas; esa es la única forma de exhibir belleza (de la misma manera en que lo hace un muerto); alejadas de atavíos que engañen el ojo del espectador, dóciles en su solio -todo muerto es un gran Rey y eso lo entendieron los egipcios-, entregadas con voluptuosidad divina a los ojos de un curioso, a los olfatos visuales de un anciano, a las pupilas fragorosas de un adolescente. La belleza es colectiva y eso está presente en los difuntos. Nunca debe asumirse la belleza como un resorte individual y ese es el problema de los vivos: todo hombre busca unos pechos, unos muslos, unos vientres, unas nalgas que sean objeto de lo que no tienen y extensión de su concepto de hermosura. Los muertos no miran eso, no necesitan eso. ¿Para qué sirven unas nalgas bien delineadas en un muerto? El muerto sólo busca el equilibrio que da el silencio y la música, al fin y al cabo la buena música es extensión de lo callado, de lo imperceptible, de lo que alcanza su objeto de mudez. Y la belleza es por antonomasia muda, la preciosidad no repite su discurso, es callada y silenciosa. ¿No era Psique ajena a la presencia de Eros? ¿No desconocía ella el objeto del enamoramiento y la figura de su amado? Lo mismo puede decirse de Narciso quien fue bello hasta en la fracción de tiempo precedente a la acción de mirarse a la cara; quien mira lo que cree es su perfección se obnubila, se obscurece su racionamiento y es invadido por un monstruo conceptual, por una lógica irracional llamada forma y tiempo. Los muertos, por el contrario, ya no creen ni necesitan el tiempo. ¿Qué es la edad para un cadáver? No creen ni persiguen la forma, la morfología de un organismo inexistente. ¿Para qué forma si la muerte ha urdido su simetría sobre una carne putrefacta e infecta?

2

Extraje los discos compactos del maletín que venía con la muchacha. La maleta llevaba un día y medio en el mismo lugar y parecía emitir un sonido desde el rincón donde inexplicablemente yacía desde ayer. Eran seis compactos, todos de la misma banda. Nunca antes había escuchado a ese grupo pero, por lo que pude auscultar desde el comienzo, me pareció un tanto experimental, quizás influido por ingleses de los 70’s y los 80’s. A pesar de que mis gustos musicales se habían quedado en un congelamiento exigente que no admitía una renovación sustancial: Reinhardt, Hawkins, Dorhan, Parker, Getz, hallé un virtuosismo bastante peculiar en el conjunto.
Los discos han sido virados mientras miro la camilla en donde yace el cuerpo de la adolescente. Si alguna vez le dije a mujer alguna que ella era lo más hermoso que había conocido sobre la faz de la tierra, definitivamente la había engañado. Uno por lo general descansa su percepción sobre cosas bien objetivas: carne, forma, voluptuosidad. El color, el olor, la morfología táctil, los sonidos emitidos por las hebras de cabello, por la pulsación de unas cuerdas vocales, por la fricción de los dedos o el roce de los muslos son, en cambio, asunto de subjetividades. Eso es lo que siempre he buscado: mi propia subjetividad. Aquel delgado sonido que se esconde detrás de la aparente nada -en donde los ojos de la objetividad no llegan por estar embalsamados con el raciocinio de la inteligencia y la madurez del vivo- es lo que realmente me apasiona.
La muchacha de la morgue no debía superar los veintidós años, (el rótulo que cuelga de su dedo meñique reza: Edad aproximada veintidós o veinticuatro), cuando la muerte vino por ella, o mejor dicho salió de ella, pues la muerte está en nosotros, crece en nosotros, se constituye en un sentido más del organismo (¿será ella el sexto sentido del que hacemos tanta alharaca?), es como la hermana mayor que nos acaricia y custodia.
Llevaba un día y medio en el lugar y parecía que nadie se había percatado de su deserción del mundo. En cambio para mí no era sino haber encontrado su nombre inscrito en el listado de los nuevos fallecidos para entender que el color de la muerte es el amarillo y que su rostro es el más luminoso de los rostros; siempre que llego al hospital me percato de cuántos muertos han entrado y cuántos han salido, ese es mi afán más substancial. Cuento para comprobar los datos y llevo en una libreta de apuntes algunas anotaciones como la hora de entrada, la edad del fallecido, la medida del cadáver. Nunca inscribo nombres, no me interesan, rara vez levanto las sábanas que los cubren, en la vida miro sus rostros, salvo cuando llegan descubiertos y por alguna extraña razón son vulnerables a mis ojos, los cuales sin estar ávidos devoran todo lo que llega a ellos desde esa perspectiva de la exhumación y el descubrimiento.
Un sabor similar al néctar de la pansofía -esto es un asunto que puede parecer imaginario- llegó a mis glándulas gustativas y a pesar de nunca haber probado lo que muchos denominan el extracto de los dioses, intuí que sólo una mujer muerta podía proporcionarme ese instante de beatitud y bienaventuranza. Ahora bien, mucha gente cuestiona la palabra néctar, pero el problema no es a lo que suena sino a lo que sabe. Otro problema de las palabras, máxime cuando ellas están tan desgastadas o se encuentran suscritas en un proceso temporal o político, como si fueran sólo eso: palabras y no un significado muy concreto de una realidad bastante subjetiva y por demás extraterrena, que proporciona, para más señas, un sabor y un placer que escapa a toda delimitación sensorial.

3

Cuando mamá servía el desayuno antes de mi salida abrupta hacia la escuela comprobaba que todo lo que comía tenía el sabor del agua: el jugo de naranja, los huevos, el café, las hojuelas de maíz. Ni siquiera el mencionado chocolate huilense poseía un sabor distinto al de ese líquido. Pese a mis observaciones, mamá insistía en que todo estaba bien de azúcar, de sal o de aceite, explicaciones que no lograban aclarar mis inquietudes sobre el sabor y las sustancias de las cosas. Lo mismo ocurría con las frutas, con las verduras, con las carnes y los lácteos: todo me sabía al hilo monótono del agua. Para acabar de empeorar el escenario, la ausencia de sabor no se limitaba a los alimentos sino que parecía extenderse a los objetos generales de mi aparato táctil y sensorio: los besos con los que mamá me despachaba a la escuela, los castigos de papá, el contacto fortuito con la novia, el primer indicio de masturbación, la primera relación sexual. Todo me sabía a eso: a la pesadilla indescriptible de la nada, la misma que ahora conozco en la morgue y que por ser tan abarcativa tiene un definitivo sabor a vacío, a oquedad. Sin embargo, es en esta oquedad donde confluyen todos los tonos y matices del negro, y es este resultado, el de la luz, el que da una percepción absoluta de unidad y de conjunto. Así ocurre con los sabores, sólo en un lugar del tiempo y del espacio, fuera del lapso común y del área vulgar de las autopistas, alcanza uno a paladear el único sabor que pervive y cuenta: el delicioso sabor que nos proporciona la expiración de las personas. No sé si esto pude percibirlo antes de la llegada de la joven, pero después de intuir su rostro, el mismo rostro de la muerte, pude concluir que no era sino conocerla a ella para entender que mis glándulas la requerían con una urgencia que no poseía lógica.
A partir de ese momento todo sabor nace para mi paladar. Recordé los besos accidentales de mamá, una pequeña línea de caricia en el traspatio de la casa, una rara emotividad al rozar con mi sexo el muslo concupiscente de mi novia, los sueños fragorosos sobre el tálamo de soltero. No obstante, nada de esto es significativo ante el sabor proveído por el rostro imaginado de NN, calificativo que utilizaré de ahora en adelante para referirme a ella, pues ¿qué nombre podría enumerarla? ¿Qué extraña nominación para contenerla?
Mi padre siempre argumentaba que los nombres son ante todo números, y que de esa cifra dependen los alcances y el carácter de quien los lleve a cuestas. Recuerdo que en alguna ocasión decidió corregir ante notario y con escritura pública el suyo, pues le faltaba una n; una actitud estúpida, argumentarían muchos, pero que papá consideraba de suma importancia, sobre todo si se tiene en cuenta que la suma de sus letras daba siete -sin la corrección seis- y la adición numérica de su segundo nombre y su primer apellido veintiuno, lo que numeralmente arroja un tres, un guarismo bastante importante para papá por aquello de la trilogía metafísica y la trisección esotérica de las cosas.
En casa había tres objetos de cada cosa, ni un número más. Tres catres, tres sillas, tres toallas, tres personas.
Mamá recriminaba a papá con suma frecuencia la presencia de otro hijo, reprimenda que él soportaba con tal de no romper con lo que llamaba la unidad de lo absoluto. Pese a esto mamá quedó en embarazo pero, para sorpresa de todos, abortó a los tres meses de preñez, ocasionando gran estupor en casa de la abuela, mientras yo observaba en el rostro de mi padre un dejo de sosiego y de equilibrio.
Pese a tener tan sólo seis años, nunca olvidaré esa mueca frente a la muerte de mi hermano, y no por el hecho de verla estampada inmisericordemente en su rostro -algo que yo no comprendía-, sino porque por un instante sentí yo ser el muerto y veía cómo el pequeño feto me auscultaba desde el vientre de mi madre, mientras era absorbido por un extraño embudo de sombras y de incongruencias. Papá y yo nunca conversamos del asunto. Sin embargo, muchas veces mientras descansaba, pude observar que esa era la máscara del sueño -un estado en donde la muerte le sobrevivía- y que el equilibrio numérico que buscaba le había proferido una señal que llevaría en el rostro hasta el momento de su muerte.

4

Las líneas de los pies de NN, lo único que he logrado contemplar desde su arribo a la morgue, me cuentan una cantidad de fábulas que nunca me confiarían las palabras de su boca. El cuerpo en su rara geografía posee más ideogramas y arabescos que cualquier pintura de la antigüedad. De hecho, considero que el lenguaje del universo y su herencia congénita están en las palmas de la mano, en los bordes de los dedos, en las orillas nacaradas de los dientes, en la espalda, y a través de estas líneas inexorables se narra al cosmos ese camino bien peculiar que debe abrirse en medio de la trifurcación de ene número de caminos. Eso es lo que yo llamaría destino, no las circunstancias que debemos recorrer, sino la composición del itinerario, algo que el hombre selecciona desde antes de su origen.
A raíz de lo expuesto con anterioridad, me gusta la belleza irracional, aquella que es ingenua a pesar de sí misma.
En este punto recuerdo aquella sentencia cuyo autor desconozco: “La mitad de la belleza depende del paisaje, la otra mitad de los ojos que la miran”. Prefiero suponer, en mi caso muy particular, que la belleza ineludiblemente depende de mis ojos. Desde pequeño gozo de la noche. Recuerdo que muchas veces tuve el revólver de papá sobre mi sien, pero sólo la fascinación de la noche me privó de la delicia de la muerte; comprendí que la muerte es más bella cuando se la mira desde afuera; dentro de ella tu sentido de comprensión se eleva por encima de ciertas consideraciones que, entre otras cosas, nos privan de la perspectiva humana, perspectiva dada por la animalidad y sustraída o perdida por culpa del suprasentido del viaje metafísico. Nunca accioné el gatillo por ese hecho significativo. Me obnubilaba viendo la noche, razón por la cual mis días eran muy pesados; durante la noche me quedaba quieto sobre el piso, tumbado sobre la grama o la arena, viendo cómo la noche era asesinada por el primer relámpago de luz; me impresionaba el fenómeno de las correspondencias y comprendía cómo esa línea que supuestamente las separa y hace distintas es una sola y que nunca se pueden entender por separado sino hermanadamente; un maridaje bastante peculiar en donde confluyen las estrellas, las esferas, los gases universales, la música que reverdece en las esquinas de los astros.
Era como si todo el universo entrara por mis ojos y me viera implicado de él desde el vértice de mi cabeza hasta la vena más delgada de los dedos. Esa muerte de la noche, que no es otra cosa que la conversión del día, me llevaba a recordar a todos esos hombres que de día son altos ejecutivos y de noche decadentes homosexuales o reinas nocturnas de cantinas a quienes cuestiono, no por su homosexualidad, sino por su poco carácter para asumirla. Y no es que tenga algo en contra de los homosexuales; papá afirmaba que en la noche de los tiempos todos éramos andróginos y que sólo la furia de un dios había ocasionado esa separación de los sexos, pero que igual, todo principio de masculinidad tiene su punto de feminidad, y a la inversa, todo principio de oscuridad su punto de luz y a la inversa, todo principio de odio su punto de amor. Lo que pasa es que así como yo revelo el alto contenido de la muerte, ellos, así como lo hicieron, un tal Wilde o un tal Kavafis, deberían revelar el alto contenido de sus preferencias afectivas.
La noche es la cara aparentemente opuesta del día, es decir que la muerte no es posible en ninguno de los dos casos, como es tampoco posible decir esto es vida o aquello es muerte.

5

A la salida de la escuela me subía a un gran almendro a ver cómo los buitres devoraban el cuerpo putrefacto de algún perro o un novillo. La cercanía del barrio y de la escuela a la Plaza de Ferias de la ciudad me “obligaba” a este tipo de contemplaciones, que yo consideraba necesarias sin entender por qué. Alguna vez la maestra de matemáticas se sorprendió al descubrir entre mis manos un sapo diseccionado. El escándalo fue mayúsculo, pero más mayúsculo el conflicto que tuvo con papá. Ese año perdí el colegio por persecuciones religiosas o algo así. Tiempo después encontré a la profesora en la calle. Su cabello totalmente encanecido, sus manos rugosas, sus ojos parcialmente apagados. Era como si la luz se le estuviese yendo, como si todo aquello que negaba desde sus percepciones pedagógicas la estuviesen atormentando, como si lo que negaba la negara ahora, como si el espanto de ver a la muerte con el rostro la espantara ahora a ella, era como una venganza de Cronos, como si este dios la devorara de la misma manera como lo hizo con sus hijos. La profesora me miraba –me mira- desde un punto de vista ladeado, no estoy seguro si me reconocía, pero sus ojos llenos de una luz oscura se quedaron fijamente en los míos. Después vi cierta mueca ultraterrena en sus pupilas, mientras yo sentía un raro estremecimiento de placer por dentro, como si ese placer se la tragara a sorbos, como si cada fibra de su organismo, cada nervio de su cuerpo, cada músculo de sus pies fueran necesarios para calmar una sed que me intrigaba.
La profesora de matemáticas no era bella en el colegio, creo recordar eso, pero ahora la contemplo con unos ojos que no sabría responder si son los ojos de la madurez del tiempo o los ojos del hombre que mira a través de las curvaturas de la edad intelectual o cerebral. Muchos días, meses quizás, antes de su muerte, me estacionaba en la esquina de su barrio y desde allí observaba muchos de sus movimientos. Vivía con un muchacho de aproximadamente veinticuatro años que yo asumía era su hijo. La maestra salía poco, por lo general a final de mes, cuando iba hasta el Banco Santander a cobrar su sueldo. Luego abandonaba el lugar y tomaba un taxi, mientras el muchacho se quedaba en el centro y dirigía sus pasos a un local de la carrera quinta entre octava y novena a gastarse una gran suma de dinero en las maquinitas de video y juegos de nintendo.

Roscommon, diciembre 30

Querido Padre:

"Y el tremendo pesar, y el sudor sangriento, / nadie lo sabe tan bien como yo: / Pues el que vive más vidas que una / más muertes que una debe morir".

Estoy en Roscommon, a unos cuantos kilómetros de Sligo. Me he quedado en casa de tu amigo.
He visto retratos y versos de Oscar Wilde en la pared, así como desnudos de los años veinte. Me he acordado de tus gustos por Wilde y de ese verso de La Balada de la Cárcel Reading, el cual recitabas una vez regresabas de la Facultad de Letras.
Mamá ha decidido quedarse en Sligo jugando cartas con sus amigas. He preferido no recriminar sus impulsos primarios, total, ¿qué exigencias puede hacerle uno a ciertas naturalezas? Es como exigirle a los peces de agua salada que encuentren satisfacción en el agua dulce o que los pájaros del bosque dejen de picotear guayabas o zapotes a cambio de rodajas de carne o morcillas de cerdo. Mamá es cosa seria, pero es menos doloroso que se quede en Sligo y no que venga conmigo a aparentar algo que no es y sencillamente no puede.
Estuve en Dublín en un concierto de Cold. Escuché una versión de The Scientist, fuera de serie. Te he hablado de ese tema, ¿verdad? El video está cargado de simbolismos bien sugerentes en donde se hace un replanteamiento harto particular sobre la muerte, el espacio y el tiempo. Espero lo veamos juntos muy pronto.

Te quiere y aspira verte,

Tu hija.

GOD PUT A SMILE UPON YOUR FACE

1

Los pies de NN tienen la curvatura que siempre había admirado en un pie femenino. No hay nada más bello en el cuerpo de ellas que esa extraña geografía que casi nunca se muestra. Las mujeres por lo general visten grandes escotes que dibujan las efigies de sus senos, o pantalones por debajo de la cintura para delinear sus “curvas féminas” de manera protuberante, lo que ocasiona grandes agitaciones en espectadores y transeúntes. En otras oportunidades usan ciertas faldas que escasamente cubren sus partes más sugestivas, dejando poco lugar para la imaginación y el erotismo. No hay nada más erótico que un pie y esa curvatura de la que les hablo; parece que en ese lugar del universo descansara toda la razón del séptimo día. Es como si Dios hubiese terminado el mundo y luego de ese arduo trabajo enfatizara su gran propuesta creativa en el pie de una muchacha.
Cuando tomaba lugar en una clase, cuando me sentaba en una terraza, cuando iba a un escenario público descansaba mis ojos en los pies de las mujeres. No era sino observar la figura, las líneas, la curva, los dedos e inmediatamente comprendía quién era la mujer que poseía ese tesoro o, por el contrario, qué raro accidente había privado de esa prerrogativa a una “hermosa dama”.
Mientras suena God put a smile upon your face contemplo los pies de la muchacha. Su forma, su línea milagrosa, la fábula de sus plantas, el talón -que en el caso de los perfectos no podrían pertenecer a Aquiles- el empeine, el tobillo son realmente un acto portentoso. Miro los míos y me avergüenzo de ellos. Qué poca finura hay en mis miembros inferiores.
Cuando hacía el amor con alguna mujer, cosa que ocurrió tardíamente, mi única satisfacción era la contemplación de sus talones. Mi incapacidad para diferenciar los sabores o el placer dado por las percepciones físicas me obligaba a concentrar mis energías en ese parte del organismo. Las mujeres se extrañaban enormemente, pero una vez que lograba penetrarlas esa incerteza de mi sexualidad se les iba al piso y en medio de los gimoteos y las bullas escasamente recordaban mi obsesión por sus empeines. No importaba que yo no sintiera nada que fuera capaz de ser definible, el sólo hecho de lograr el éxtasis del vacío mirando unos pies impúberes -¿quién besa unos pies?- era motivo suficiente para un orgasmo simulado, el mismo que quizás muchas de ellas fingieron conmigo.
La música de Cold parece acariciar esa única parte visible de NN. El disco rueda con esa peculiaridad de la que ya he hablado, mientras a mi memoria regresan esas imágenes del amor y la intemperancia.
El ejercicio más usual practicado con mi esposa consistía precisamente en la búsqueda de universos referenciales en el rincón de sus tobillos. Con un lápiz de tinta demarcaba los surcos de sus plantas y auscultaba nerviosamente cualquier línea desdeñada, pues allí podía estar la razón del universo, la respuesta a todas las dudas de la lógica y la cognición. Esto duró mientras ella lo encontró romántico, después todo lo pasional se torna estúpido, sobre todo si nuestra noción de romántico se limita a las concepciones culturales, cosa que es bastante común en nuestro entorno, en donde lo más usado es lo práctico, lo predecible, lo vulgar. Nos quejamos de vivir en la ciudad, pero buscamos los sitios que nos traigan su memoria, nos quejamos de lo homogéneo y nos esforzamos por ser análogos a lo que detestamos. Total, mi mujer y yo sólo coincidíamos en la cama cuando íbamos a dormir. Además, es posible que uno pueda engañar tres veces a una dama, pero engañar a la mujer que convive con uno, he allí la complejidad. ¿De qué manera fingirle un orgasmo? ¿Cómo hacerle entender que sus besos no sabían a nada y que los pechos eran insaboros para mí, mientras yo insistía en besar irrefrenablemente su talón y la curvatura de sus plantas?
“Pareces un tipo de esos”, me repetía cada vez que quería fastidiarme, mientras quitaba con violencia sus extremidades inferiores de mi boca.

2

Las extremidades de X se tocan con las mías cuando jugamos maquinitas en la quinta con octava. Me he hecho amigo suyo con el sólo propósito de acceder a la casa en donde vive la instructora de matemáticas. Jugamos Pac-man, mientras me va confiando ciertos secretos de quien yo asumía era su madre. Supe que era una especie de madrina adoptiva, en donde su única relación era una dependencia de asistencias y favores. Él le acompañaba a colectar el sueldo, la asistía de noche, le hacía ciertas remesas, satisfacía “exigencias” -eso no me lo aclaró muy bien-, y ella estimaba a bien pagarle ciertas prioridades que quizás ninguna otra mujer cubriría: el cigarrillo, los juegos, la salida con mujeres mucho más jóvenes que él.
X era un mantenido. Vivía con la instructora de matemáticas desde que tenía cinco años y recordaba que cuando no había llegado a los diez la señora lo obligaba a dormir desnudo con una mano en medio de sus piernas. Luego, sin encontrar explicación alguna, la mujer se retorcía de manera insólita y X se despertaba sobresaltado, ignorando qué rara circunstancia provocaba semejantes cosas. La casa era grande, demasiado grande para dos personas. X estudiaba en la misma escuela en donde daba clases la maestra y en donde alguna vez diseccioné sapos y renacuajos. Allí la profesora caminaba desnuda, daba vueltas alrededor de un gran árbol de anón y regresaba un tanto extática a la cama en donde la esperaba el muchacho. Allí lo devoraba, palabras de él, y se sumergía en un enigmático delirio que sólo terminaba con una pluralidad de orgasmos y arrobamientos.
Las historias de X me extasiaban. No hay nada más excitante que las imágenes perfectas de un oyente, imágenes que superan con creces los efectos de la realidad, pero, ¿qué es la realidad? ¿Cuál de las dos es la preponderante? ¿La de X o la recreada por mí a través de la imaginación y la perspectiva íntima? La realidad puede ser una especie de recreación colectiva, el desenfreno de un numen mayestático, el eco de una explosión memorística que no termina de diluirse, la vibración de un escrito o un discurso proferido desde la antigüedad, las líneas imprecisas de alguna inteligencia ultraterrena.
Todo eso puede ser la realidad, pero también un vacío lleno de resonancias. Un presente, -¿qué es presente?- lleno de reverberaciones acústicas. Papá decía que la vida es a través del sueño y la realidad es la sombra de lo onírico. Solamente cuando estamos dormidos -decía- poseemos la voluntad y la autonomía de guerreros libertarios, de resto, somos los títeres de algún subrepticio dios de los desvelos, de la supuesta “realidad” del tiempo y un espacio que no nos pertenece sino en la noche, cuando tomamos las alas del complejo absoluto. El sueño, por tanto, alimenta el conjunto de la vida humana y es en él donde la llamada existencia se justifica a raíz de unas dinámicas pretéritas o futuras que conforman el cuerpo de una realidad verdadera o, por lo menos, verificable. Además, la realidad es tan variable como el número de circunstancias o sujetos. Existe, pues, la realidad desde mis ojos, la realidad desde un conjunto de ojos ajenos a los míos, la cotidianidad elevada por cientos de conciencias, ajenas a la mía, el escenario universal de cientos de percepciones intrincadas en las realidades entrecruzadas, mezcladas y diluidas de un ente superior e íntegro.
¿Y el tiempo? El tiempo es una máscara del cosmos. ¿Cuántas veces, por ejemplo, ha sonado la música de Coldplay? ¿Cuántos días, luego del arribo de la muchacha a la morgue? ¿Es un minuto desde que la miro o la sucesión de varias edades? ¿Es ayer, es hoy, es mañana? ¿Con qué certeza se puede decir buenos días, si en realidad no sabemos el contenido de esa palabra ni comprendemos su extensión cósmica en un tiempo que es realmente perdurable y que lo único que de él se agota es la percepción que de él tenemos?
Con papá tenemos la convicción de que el tiempo es uno solo: ni presente, pasado o porvenir (¿ese es su orden real?). El tiempo es una regresión de circunstancias que ya vivimos a partir de la memoria, su cuerpo abstracto es comprendido a través del sueño y la intuición filosófica. Para acabar de redondear, ese cuerpo es tan regresivo como lo es la remembranza misma y nosotros somos la vibración de un evento que hace mucho dejó de emitirse o simplemente el eco y el barullo de una onda sonora que se pierde en el espacio. ¿Cómo decir aquí?, -¿qué es aquí?
¿Cómo decir ahora, allá, encima, debajo? La percepción de edad y tiempo es tan sesgada, que si bien la muchacha aparenta veintidós o veinticuatro puede tener doscientos o tres mil años de preexistencia. De igual manera podemos hablar que es hoy el día en que la observo y me deleito con sus plantas, pero ni ustedes ni yo sabemos si esto ya ocurrió, está ocurriendo o va suceder. ¿No es lo mismo una onda expansiva? ¿Acaso es menos cierto que de cientos de estrellas que percibimos en el cielo muchas de ellas han dejado de relucir y son sólo el reflejo de un recuerdo o una luz cuyo brillo no termina de llegarnos?

3

En casa, además de los tres catres, las tres toallas y los otros objetos sabiamente escogidos, había un número de espejos -veintisiete en total- que permitían a papá raros experimentos en los que yo pocas veces participaba, y no por mi escasa afectividad con lo oculto, sino por mi incapacidad de contemplarme en las aguas sugerentes de los cuadros. La experimentación más común para mi padre era aquella que provocaba el revolotear de los pájaros contra la superficie del cristal. ¿Esa es la realidad del pájaro?, me preguntaba, mientras permanecíamos horas enteras observando lo infructuoso que era para el ave tratar de violentar ese espacio aparentemente sólido del vidrio. Dale tiempo -decía papá-, en tanto el pájaro se resignaba a la vulnerabilidad del pico y se marchaba por un camino, supuestamente el verdadero, hacia su nido o el almendro que le servía de cobijo.
Algún día, no recuerdo cuándo ni a qué horas, papá y yo continuábamos en esa costumbre un tanto baldía cuando vimos que el pájaro en cuestión, un piquero de patas azules, se fundía en el espesor del vidrio y sus plumas se mezclaban con la perpetuidad de los espejos, mientras el ave desaparecía en lo que mi padre afirmaba era “ La Otra Orilla”. Papá no pronunció adjetivo alguno, no grito eureka, no fanfarroneó sobre su descubrimiento. Se levantó de la silla de la cual observaba todo movimiento y se alejó a su habitación. El silencio se pronunció con mayor claridad sobre el espacio y yo me acerqué al espejo con cierta excitación, pues para mí era inverosímil la peripecia del suceso, no por que negara la presencia de otras realidades, sino porque se acrecentaba en mí la duda sobre la facilidad del pájaro en ese asunto, en tanto yo no podía ni siquiera descubrirme en la corriente fragorosa de los vidrios.
Esa imagen, esa vivencia, ese peculiar experimento terminaría por marcarme de por vida. Tanto así que la relación con mi mujer se disipaba en unos fenómenos tan particulares como los que ya he referido en torno a la contemplación serena de la noche o a mi percepción particular sobre la muerte. En cuanto a lo último, mi cónyuge no soportaba algunas “manías” mías, como esa de besar con insistencia sus pies o sus tobillos, o aquella de prenderle fuego a todo lo que creía propicio para la efusión de la candela. De tal modo que en las noches, luego de la aparente muerte de la luz, acostumbraba a inmolar papeles, documentos, cartas efusivas de noviazgo, plumas, muebles, una que otra tostadora, un paraguas, las cuchillas, los afeites, la ropa interior de mi mujer. Todo, absolutamente todo, poseía su propio grado de arrojo frente a la lumbre. No existe un disfrute equiparable a la contemplación que logra establecerse cuando el clímax de las llamas alcanza el firmamento; las flamas provocadas por el papel o la madera guardan una simetría metafísica y uno alcanza a distinguir un raro balanceo como si las novias de Satán contonearan sus ardorosos cuerpos en las estructuras de la alta temperatura. Entonces era feliz -cada quien tiene su propia percepción de lo que es la placidez de esa palabra (algunos la conciben desde el asesinato, otros, por el contrario, desde la obediencia, la adhesión, la ruindad, la “bienandanza”, el sexo.)
Permanecía horas enteras contemplando la fogata provocada por la muerte de algunos elementos y veía en tal fogonazo la verdad sobre el mundo, “la realidad” de las cosas hurgadas por la fiebre de la combustión y la luminosidad de lo que perece. Así debe ser la muerte -pensaba-, como ese pájaro que es tragado por la calentura de un espejo o aquellos objetos que son “engullidos” por una realidad supuestamente adversa a la realidad de su masa o complexión.
Siempre me intrigaron esas preguntas. ¿Es posible que el fuego ejerza sobre nosotros una sensación similar a la que ejerce el agua? ¿El fuego ahoga? ¿El agua quema? ¿Qué es la muerte desde la asfixia? Recuerdo que en los ojos del piquero quedó establecida una mueca de sorpresa y sobresalto que bien puede recordarnos la mueca que permanece en el rostro de los hombres que han sido besados por el exceso de calor.
A la morgue han llegado muchos quemados, algunos con quemaduras más altas que otras. Sin embargo, su mueca es la misma, no importa que las ampollas en uno y en otro sean sustancialmente diferentes. El nivel de quemadura varía, toda vez que la piel estuvo más o menos expuesta en la boca de las llamas, pero, pese a esto, el beso es el mismo así haya durado diez segundos o una hora. Con el fuego sucede algo idéntico que con la muerte: se muere o no se muere, se quema o no se quema. De modo que “los quemados”, como son llamados groseramente en las salas de urgencias de todo centro asistencial, siempre serán eso por más que intenten justificar que sus grados de calor fueron menores que los de X o los de Y, pues pese a sus justificaciones o reclamos, saborearon, gracias a la fortuna de su piel, las mieles infranqueables de la combustión.

Fermanagh, enero 3

Amado Padre:

Estoy en Ulster, antigua provincia de Irlanda, disfrutando de su arquitectura y el temperamento un tanto inescrutable de la localidad. Tus advertencias sobre estos condados han rebasado mis expectativas, pues ellos en conjunto pueden establecer una idea general sobre el país, pero es la diferencia la que los vuelve interesantes a los ojos de extranjeros y convidados.
Mamá ha tenido otra de sus recaídas, me cuentan sus amigas de Sligo, y no ha hecho más que preguntar por mi tía. ¿Has sabido algo de ella?
Estuve en el Queen’s College, de Belfast, escuchando a Seamus Heaney. Es un poeta fenomenal. ¡Qué dotes literarios, qué estro !
Una vez regrese al país difundiré entre los amigos de la facultad su lectura y entregaré unos cuantos ejemplares de sus obras en donación a la biblioteca.
He comprado una edición bilingüe del Ulises.
Definitivamente lo que tuvo Persia, Egipto, Grecia, Roma e incluso Alemania, lo tienen hace mucho tiempo Inglaterra e Irlanda. Van unos apartes del monólogo de Molly Bloom, a propósito de tus gustos por lo inconsciente:

"… y luego le pedí con los ojos que me volviera a pedir sí y entonces me pidió sí yo quería sí decir sí mi flor de la montaña y primero lo rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que pudiera sentir mis pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí yo dije sí quiero. Sí".

Te quiere,

Tu hija.

DAYLIGHT

1

Además de los seis compactos, la muchacha llevaba en la maleta unas cartas fechadas entre diciembre y febrero de... por lo que pude descubrir en ellas se trataba de una comunicación confidencial con su padre.
Papá nunca tuvo un gesto de esa naturaleza conmigo. Nuestra relación se limitaba a la socialización e interacción de una filosofía que él llamaba hermética. Sus apuntes, los cuales yo devoraba en los momentos de retraimiento, iban desde la tradición ocultista, la biografía de hombres y mujeres adeptos a las ciencias “obscuras”, antologías del ocultismo, hasta cábala hebrea, numerología, tarot y alquimia.
Nuestra relación padre-madre-hijo era bastante anómala. ¿Anómala? ¿Qué puedo decir de esto cuando la mía es similar y quizás doblemente enmarañada? Papá y mamá dormían en cuartos separados y su relación se limitaba al vínculo conyugal propio de las personas que tienen herederos. Él trabajaba y respondía con sus deberes en la casa. Mamá hacía su parte. Nunca los vi en celebraciones onomásticas, en espectáculos patrios, en cumpleaños o en ese tipo de unidades festivas. ¿Cumpleaños? -decía papá-, ¿qué es un cumpleaños? Para él todo era un accidente, como lo es el hecho de tener hijos, casarse, nacer o perecer. Lo fundamental no es la muerte sino el encuentro con ella, mirarla a la cara, comprenderla y abarcarla, afirmaba con un énfasis que, pese a la distancia, todavía intuyo.
“La Muerte por analogía puede involucrarse con un viaje. Es más, muchas son las creencias y tradiciones que asumen la Muerte como un camino hacia el gran más allá, reconociendo en la transición de la materia un cambio de equipaje o de carruaje, para la nueva empresa que nos aguarda. De allí todos los rituales egipcios, orientales o aborígenes.”
A partir de esas disertaciones muy suyas traté por todos los medios de confrontar sus posiciones y de auscultar la autenticidad de lo que afirmaba. Por eso me hice guardián de la morgue, por eso mi cercanía con el hospital, por eso mi gusto desaforado por NN a quien contemplo mientras en el espacio repica el cuerpo disonante de Daylight, canción de Coldplay, que obliga mi retorno sobre el espacio amarillento de los pisos.
¿Será posible que el destino de los padres sea repetido por sus hijos? ¿Es posible cometer los mismos errores? Pero, ¿qué son los errores? ¿Acaso es falso que a través de ellos se llega al conocimiento y que incluso el exceso es un derrotero confiable hacia la madurez de espíritu?
Mis pasos, viéndolo desde una perspectiva lógica, se parecen en muchos aspectos a los de Papá. En estas circunstancias es factible afirmar que la reencarnación existe al menos desde esta óptica. Aunque es verdad que mis ideas, mis impulsos, mis configuraciones físicas son distintas, ¿quién puede negar que en repetidas ocasiones “Soy” la extensión de una genética ajena y que esos elementos “subterráneos” que llevo en el ser no son del todo míos sino de los que me precedieron?

2

La baldosa es amarilla como la muerte y sobre ella languidece el envés de las camillas y los brazos metálicos de los enfriadores. Los cadáveres han cambiado de sitio; muchos de ellos han sido removidos por auxiliares y otros, como algunos guerrilleros, han pasado a investigaciones de distinta naturaleza. La muchacha continúa en la morgue. Para fortuna mía nadie ha echado de menos su presencia en los territorios de la supuesta realidad, por lo que ha pasado a convertirse en un cadáver más, un nn, razón suficiente para amarla desde el “raciocinio” de lo ilusorio o la irracionalidad de lo innegable, cuando yo prefiero llamarla en la simplicidad de las formas, La Muchacha de la Morgue.

3

Ingresamos una tarde de julio con X en casa de la maestra. X poseía llaves, por lo que la entrada al lugar estuvo en los parámetros de lo corriente. La casa era enorme y estaba ornamentada por un amplio jardín en donde sobresalían –sobresalen- formidables helechos y árboles frutales propios del clima caliente de Neiva. Poseía un corredor extenso, en donde grandes habitaciones despuntaban en los costados del mismo. Mientras X exploraba el refrigerador en busca de algún comestible, recorrí la casa auscultando cada rincón de ésta. No existía duda, X dormitaba con ella. Ninguna habitación ostentaba los lujos de la primera, razón por la cual deduje que ese era el cuarto donde ocurrían –ocurren- las cruentas batallas de las que X me hablaba. Un álgebra de Baldor era el único ornamento de los anaqueles, y digo ornamento porque sin lugar a dudas era sólo eso: un aderezo del sitio.
La cama, en cambio, poseía un portento nunca antes visto. Su aspecto daba la sensación de un bastimento de guerra: extraordinarios cojines descansaban sobre los cubrelechos del cabezal, mientras encima de las barandas de madera reposaban enormes espejos. En los cajones gemelos de la alcoba encontré diversas revistas de pornografía en donde descollaban relaciones lesbianas y orgías con animales. Una razón poderosa me hizo abrir los pórticos de las mesas de noche y encontré en ellos cientos de cartas en donde se dirigían a la profesora con una confianza que sólo se gana con los años. Y en efecto, eran cartas de tres, cinco y hasta diez años de antigüedad. Las direcciones eran apartados postales que coincidían con los de las revistas pornográficas, lo cual me llevó a concluir que la maestra intercambiaba correspondencia con suscriptores de la publicación. Las imágenes y las cartas coleccionadas por la profesora me dieron una nueva pintura sobre ella. ¿Qué la hacía esconderse? ¿Por qué encubrirse de esa manera? Y entonces comprendí muchas cosas que me llevaron a festejarla y a olvidar su acometimiento de juventud cuando yo todavía era un infante. Ninguna recriminación, ninguna afrenta podía compararse con el dulce paladar de lo licencioso. La maestra buscaba la virtud a través de la mocedad de X y por vía del “exceso” genital. No obstante, es ese exceso el que conduce a la probidad y aunque yo nunca he tenido un concepto claro de lo que es virtud, pienso que es menos monstruosa ésta, que aquella que se disfraza con el rostro de la fidelidad -la misma que destruye a quien se le guarda-, la sumisión -aquella que esclaviza a quien se le sirve- o la castidad -la misma que condena a quien la gana-.

4

A partir de esa tarde de julio incrementé mis fisgoneadas en casa de la señora. Sabía la hora de ingreso, de salida, los días en que iba a la iglesia, los encuentros con familiares, las visitas intempestivas de mujeres vestidas con raros atuendos que más bien parecían camuflados beligerantes. X por lo general abandonaba el lugar cuando esos fenómenos sucedían.
Alguna vez extraje del cajón el revólver de mi padre y me situé en las afueras del lugar con el ánimo de sorprenderla en su arribo. La profesora venía sola y esa coyuntura me permitió acceder a ella con mayor facilidad. Alcé la mano con que cargaba el arma y apunté con cuidado y precisión al pecho. Algo la hizo adivinar mis designios y viró con suma rapidez hacia donde me encontraba. Mi dedo estaba en el gatillo, por lo que una milésima de segundo bastaba para extinguir su voluntad. Creí respirar el olor de la pólvora, me pareció ver en la boca del revólver el destello del disparo, oí el estruendo de la descarga cuando los ojos de ella se situaron frente a los míos y pude recoger a través de ellos sesenta años de cansancio y de estupor. Sin embargo, ese sopor visual llamado infinitud -es allí donde se detiene el tiempo físico- produjo en mí un efecto similar al emanado por la “escapatoria” del piquero. En ese atisbo mutuo que pudo haber durado un año, un lustro o un término de tiempo indefinible estaba el origen de la vida; allí congeniaron el dolor y la subsistencia de muchos años idos, la memoria, el disco virtual que todo lo recuerda. Luego de eso, resbalé el arma entre las manos y la encubrí en uno de los bolsillos del pantalón, mientras la profesora lanzaba una mueca que no alcanzaba a establecerse como asco o correspondencia.

5
La plasticidad de Coldplay juega un papel fundamental en la morgue. Es como si las notas chocaran contra las paredes del lugar y quedaran esculpidas durante varios días en los azulejos. En este tránsito de tiempo escucho cientos de músicas que fueron quedando como tatuajes en las paredes, grandes carteles de otra música gravitando por el éter, aquellas músicas que traían –traen- los muertos consigo, aquellas palabras que dijeron cuando vivos y que ahora eran su arrepentimiento.
Entonces creí escuchar el adefesio de un tal Diomedes, las bravuconadas de un señor de apellido Fernández, los buenos arpegios de C. Veloso. Y fue ese recuerdo de músicas “aparentemente” muertas lo que me llevó a la edad feliz de la inteligencia pura, cuando todavía andaba en los cerros de la estupidez y el desconocimiento de “raciocinios adultos”. Entonces me acordé de papá y mamá y de nuestra residencia en Calixto Leyva, cuando compartíamos vivienda con otras personas.
Una noche de 1974, cuando ni siquiera superaba los cinco años, me desperté a altas horas de la madrugada en busca de la bacinilla que reposaba en un flanco de la cama. Al rebasar el cuerpo de mis progenitores -yo dormitaba en medio de ellos- y al buscar la boca del bacín, me encontré con un enorme gato que bebía los orines. El felino saltó sobre el mesón de la cocina y para sorpresa mía se introdujo por la rendija del lavabo desapareciendo misteriosamente entre las sombras. Nunca conté esa visión a mis padres -ni siquiera a papá, quien apreciaría el incidente-, por lo que solamente hasta ahora, cuando miro las cosas con los ojos de lo supranormal, justifico este hecho como una cercanía con los mundos paralelos y la lógica de un universo indefinible.
Fue ese gato, esa aparición fantasmagórica lo que moldeó mi temperamento y mi runa metafísica. Desde esa etapa preclara de la inocencia, cuando nada parecía aturdirlo a uno, cuando ningún suceso, por muy monstruoso que pareciera (¿qué suceso podía haber sido monstruoso para un niño que no había sido inyectado por las taras o las lógicas excesivamente racionales de los adultos?) le conmovía a uno o lo asustaba? La noción que un niño tiene de la “realidad” es la más ecuménica de todas, aunque no quiero decir con esto que los niños sean sinceros o candorosos, pues como dijera Rilke -algo que también se ajusta a lo femenino y aparentemente bello– “todo ángel es terrible”, y sé, con sobradas razones, que la mayoría de los niños son perversos, algo que obedece a su alta naturaleza instaurada eficazmente en los principios de correspondencia; un niño es perverso sin avergonzarse de ello, la supuesta vergüenza viene con el raciocinio, cuando comprendemos que fuimos expulsados de un dichoso paraíso y que hay que llevar un vida desgraciadamente decorosa para recuperarlo.
Personalmente nunca me he afanado por reconquistar la bienaventuranza edénica. Eso, como todo lo que le concierne al hombre, incluso fuera de él, es por antonomasia mental. El universo es cerebral, todo es una idea, todo obedece a un impulso eléctrico de un algo superior, a la fuerza cósmica que nos contiene y nos comprime. Los catres, las sillas, las toallas de la casa fueron primero una idea, la luminosa representación de un hombre que soñó en el vacío, que puso en la aparente nada unos objetos que comenzaron por configurarse. De igual modo aconteció con el infinito, con el hombre, con la judía que nos sirve de alimento, con el germen, la cáscara, el polluelo. Todo fue en el terreno de lo inconmensurable un impulso, una descarga eléctrica, una pila poderosamente sicológica.
No sé si lo que afirmo tiene una estructura suprafísica, si las palabras proceden de mi boca o no, si la emisión de una resonancia fonológica me pertenece, pero lo que sí está bien claro es que guardo cierta coherencia con lo que digo y que lo que circula en este cuarto viciado por los muertos es tan mío como la afinidad austera de decirlo.
No obstante, reconozco que en muchas ocasiones sólo somos receptores de un aparato emisor que escapa a nuestras lógicas y clarividencias: es como si un dios o un demonio hablara a través de nuestros labios, como si el Ángel del Nirvana profiriera sus pensamientos -edénicos o satánicos- a través de unos fragmentos de universo llamados individuos.
Y entonces uno logra confundirse.

6

Ahora que la muchacha de la morgue toma un aspecto en la memoria que no es el que se ha configurado desde siempre, desde antes o después, me pregunto por qué se me aparece así, por qué me viene desde su edad más temprana, cuando paseaba por las calles de su barrio y acometía –acomete- alguna travesura en las puertas del sector.
Entonces pienso en Villa M., en la Casa Bomba, en la explosión sacudiendo tres mil trescientos treinta y tres habitaciones, golpeando con su estruendo trescientas treinta y nueve almas, ciento veinte kilos de anfo entrando por los oídos de un militar. Y veo a una niña que sale de su casa, veo cómo la muerte le dice que retorne, que algún oficial necesita una escalera, que busque en su casa o en la casa de un vecino el ataúd que le corresponde, que aún es temprano, que media Neiva duerme, que seis o nueve guerrilleros han planificado derribar el avión de un señor muy importante. Mis ojos ven la niña a través de los ojos de un fiscal, a través de los ojos de la noche, de un perro que ladra con desasosiego, de un pájaro que duerme sobre el árbol del acabamiento. En la cabeza de la niña el camino al Liceo, el salón, la maestra, las alumnas de su curso, el recreo. La niña vira y ve la muerte; la muerte tiene una mirada dulce -pienso- y unos guerrilleros que están afuera de la casa ven cómo el militar trepa por el muro y cómo la niña consigue la escalinata que lo conduce al vacío inexorable. El militar cae. Antes de que sus pies besen el traspatio de la muerte, antes de que el guerrillero presione con sus dedos el botón, antes de que ene números de hombres sean levantados de su cama por el halo de “La otra orilla”, antes de que la bomba acuchille cristales, paredes, ventanas y tejados, la niña -su edad es la de la infinitud-, me mira desde los ojos de una nube de polvo que acaba de erguirse y se queda allí suspendida en un tiempo y un espacio imperturbables, mientras tres mil trescientas treinta y tres habitaciones son sacudidas por la onda explosiva de una bomba.

7

La muchacha de la morgue oscila entre los trece y los catorce años. Veo ahora, desde las sábanas azules, sus pies un tanto cenicientos, mientras llega hasta mis manos un poema de William Butler Yeats el cual trascribo exactamente como aparece en una de las cartas de la adolescente:

UN AVIADOR IRLANDÉS PREVÉ SU MUERTE
Traducción de Manuel Soto

Yo sé que encontraré mi suerte
En algún lugar arriba entre las nubes;
A aquellos que combato yo no odio,
A aquellos que defiendo yo no amo;
Mi tierra es Kiltartan Cross,
Mi gente los humildes de Kiltartan,
Ningún posible desenlace les quitará nada,
Ni les hará más felices que antaño.
Ni ley ni deber me invitaron a la lucha,
Ni los estadistas, ni la turba clamorosa,
Un solitario impulso de deleite
Me trajo a este tumulto entre las nubes;
Todo lo ponderé y tuve presente,
Vano aliento parecían los años por venir,
Vano aliento los años ya partidos
Que equilibran esta vida y esta muerte.

Clare, enero 9

Querido Papá:

Estoy en la provincia de Munster, disfrutando de las rocas silúricas y la arenisca roja.
He visitado los principales ríos de este punto de Irlanda, como el Suir, el Blackwater, el Lee y el Brandon.
Ojalá la gente en el país apreciara de igual manera sus afluentes. No me explico cómo Neiva, una ciudad que creció rodeada no de uno sino de cuatro, haya sido capaz de destruir tres y acabar paulatinamente con el último.
¿Se han vuelto a quedar sin el servicio?
Saber que ciertas ciudades del mundo le deben tanto a sus afluentes y que permanece en ellas la visión del río como una deidad o un semidiós.
Espero no se queden sin agua en Neiva, pues me cuentan los más avezados que es probable que en cinco años el acueducto no dé abasto.
¿Qué has sabido de mi tía? ¿Por qué nunca me hablas de ella?
Respecto a mamá, todavía permanece en Sligo. Le he escrito un par de cartas pero se niega a contestarme. De igual modo, le he marcado a casa pero se resiste a pasar al teléfono.
¿Cómo van tus clases en la universidad?
Espero tus respuestas así sean en el papel. Deberías entrar con mayor frecuencia a tu correo.

Te quiere,

tu hija.

POLITIK

1

Romper el silencio es más placentero que permanecer en él. Es como la afectividad sexual cuando goza de pequeños intervalos y por esta circunstancia se acentúa el placer y la sensación de éxtasis, algo de lo que yo he aprendido una vez conocí –intuí, mejor- a la muchacha del depósito de cadáveres.
Ha pasado una hora, esa es mi visión, desde que no sonaba Coldplay. Empiezo a sumergirme en una mar de sonidos (ajenos hasta ayer o anteayer a mi conocimiento auditivo). ¿Qué es Coldplay para la muchacha? ¿Por qué esa afición desaforada, casi pervertida, hacia un grupo de música?
Suena Politik, una canción que me sugiere diferentes puntos de vista sobre el espacio y el vacío.
En una colcha sonora de cinco minutos con dieciocho segundos Guy Berryman, Jon Buckland, Will Champion y Chris Martín concentran lo que para POLITIK es toda su energía gravitacional, como quien dice, en cinco minutos dieciocho segundos tuvo su origen el cosmos, el cataclismo y la alocada carrera de todos los astros por la infinitud de una oscuridad-luminosa llamada universo.
Pero, ¿qué son cinco minutos con dieciocho segundos para un organismo viviente como el hombre? Todo y nada. En esa percepción de tiempo se cierran todas las puertas posibles de la materia, pero se abren los postigos ultraterrenos de un supratiempo que lo abarca y comprende todo: el tiempo de la canción que es total y absoluto para ella misma y que no necesita de ninguna otra figura. ¿Cuánto es la vida de una mariposa? ¿Horas? ¿Días? ¿No es, sin embargo, la perennidad para ella? ¿Es ese el tiempo en el que nace y perece? El promedio de vida del hombre oscila entre sesenta y setenta años, sin embargo, ¿cuánto es eso para un árbol? ¿Qué son sesenta años para un ceibo? ¿Un segundo, un fragmento de tiempo, un hilillo delgado de circunstancias anómalas?
El tiempo es caprichoso, relativo, pero, por encima de todas estas consideraciones, autónomo e íntegro. Es perenne o mejor dicho inacabable -sea regresivo o no, circular o no, lineal o no-. Su cuerpo estructural no puede admitirse desde una noción fragmentada hacia lo porvenir o pasado sino hacia lo constante, sin separaciones de ninguna naturaleza, sin objeciones delimitantes, sin racionamientos celularios. Es mas, ¿suponiendo un acabose de orden general, acaso deja por esto de fluir? ¿No es verdad que proseguirá su angustioso llamado desde una orilla imperceptible para nosotros?

2

Cuando la muchacha de la morgue se exteriorizó para mí en su edad primigenia, pensé en la niña de Villa M. Si bien es cierto que la adolescente no superaba los catorce, ¿no eran para ella esos catorce años noción de lo perenne? ¿Qué podía reclamarle al tiempo si en ese -corto o largo- lapso de días se encerraba toda la magnificencia de ella, lo que le tocaba por ordenanza de la Divina Providencia disfrutar?
¿Cuántos segundos fueron suficientes para que el agente que trepó por el muro de la casa se percatara que la muerte lo esperaba en el interior de ella?
Eran las cuatro de la mañana cuando ya estaba en el comando esperando las órdenes del día. Una hora antes había estado con su esposa, sonreía, besaba a sus hijos. No obstante, la muerte le miraba de soslayo desde hacía varias horas, semanas tal vez, meses quizás, años. Esa noche durmió pesadamente y en su cuerpo cierta sensación desconocida lo cercaba. Eran las cuatro de la mañana y el hombre se encontraba en la estación. Era él, inexcusablemente él, el elegido. De los miles de hombres que conformaban la guarnición justamente él y otros.
Llegó al barrio, se bajó del vehículo. Fueron cercando la casa señalada. La noche, igual que boca de lobo, era oscura, mas no aullaba, no emitía ninguna advertencia, ningún augurio, absoluta seña que previniera la presencia de algo superior al hombre. Una niña se cruzó –se cruza- con el individuo, la mirada secreta de la exhumación iba con ellos. El atisbo visual pudo durar medio segundo, un minuto, una hora que retornaba sobre ella misma. La niña trajo una escalera, el agente la observó con un gesto de aprobación y gratitud. El hombre trepó, sus manos se aferraron del cabello de la muerte, de sus manos huesudas, de sus húmeros. El hombre puso sus pies en el vacío y antes que la onda lo arrojara hacia lo recóndito, el lugar de donde nada retorna, por lo menos con su misma máscara o impronta, regresó su rostro hacia el cielo. En ese instante vio a sus superiores, a sus compañeros, a la niña de la escalera. Entonces regresó satisfecho a casa, jugó con sus pequeños, comió hasta saciarse por completo y estaba en eso cuando la explosión inmisericorde lo sacó a borbotones de la residencia y pudo ver desde el vacío cómo su cuerpo se desmoronaba entre la tierra y el cemento, cómo las casas se desbarajustaban como naipes, cómo las ventanas ardían en minúsculos añicos, cómo cientos de estertores se mezclaban con los gritos pavorosos de la gente, con el llanto remoto de un niño -podía ser su hijo, pensó, antes de vaciarse en él la luz-, con el barullo de decenas de ambulancias, pitos impotentes de celadores, perros rabiosos que pretendían espantar a la muerte y a su séquito de flamas y figuras.

3

Cuando X se enteró de mi tentativa de homicidio a su protectora sonrió exageradamente. No entendía el por qué no había disparado. Tonto -pensé- como si abarcar la muerte consistiera solamente en provocarla. La había contemplado en el rostro de la anciana desde antes de disparar.
Desde ese momento perdí todo interés en X, me parecía estúpido buscarlo, encontrarme con él, gastar mi tiempo en el consumo de unos minutos “infructuosos”. De modo que no regresé a la quinta con octava en busca del Pac-man, ni a pasear por las avenidas de lo virtual en compañía de alguien que tenía una percepción sesgada del Gran Viaje.
Sin embargo, mi práctica en escarbar los pormenores de la maestra me había posibilitado una experiencia de valor incalculable en lo que concierne a seguir puntos y líneas que conlleven a alguna autopista de la sospecha y las consideraciones de lo visual.
De modo que seguía a X. Me situaba en las afueras de un gran almacén de la carrera quinta al que llamaré Y, o me subía al tercer o cuarto piso de un edificio contiguo desde donde contemplaba a X en sus hábitos cotidianos. X demoraba horas enteras jugando maquinitas y de vez en cuando intercambiaba palabras con la muchacha de la caja o el asistente de los juegos.
Cierta noche, cuando ya habían cerrado el establecimiento, me fui detrás de su figura. Su sombra era portentosa, algo de lo que no me había percatado y que humillaba, además, el vacío de la mía. iba lento sobre la calle novena, un poco más arriba de la carrera séptima, cuando se percató de mi presencia. Los arbustos de un pequeño motel sirvieron para guarecerme de sus ojos. Prosiguió su camino mientras yo desenfundaba el revólver de mi padre. Alcé el arma y pude sentir en mi paladar un sabor inexplicable del cual ya no tengo memoria. X volteó los ochenta y cinco kilos de complexión pero ya era demasiado tarde para él. Justo al volver su rostro, cuando sus ojos lograron un ángulo desde el cual me dibujaban, la bala penetraba con firmeza sobre sus ropas buscando con suma velocidad su corazón. Se desplomó sobre la ancha carretera mientras pude quedarme con una sonrisa suya que era lo único que de sí fluía. Sé que en su afán por sostenerse intentó una carcajada con la cual flagelar mi visión sobre la muerte. Tonto -pensé de nuevo-, como si ella fuera sólo sufrimiento o martirio, ¿no es también acaso un malestar, un desconsuelo, la alegría de escuchar?

4

Luego de asesinar a X regresé a casa, o a lo que quedaba de ella. Como he mencionado con antelación, la relación con mi mujer iba de mal en peor, razón por la cual mis permanencias en la morgue eran más extensas y regulares. La morgue ofrece ese silencio que todo hombre busca y, sobre todo, necesita. De otro lado, la cofradía de un cadáver es de un peso absoluto; no hay nada más leal ni más firme en esa lealtad que un muerto, norma que mi esposa no acepta y que por el contrario recrimina cada vez que encuentra oportunidad.
“Pareces uno de esos”, dice con elevada convicción en tanto yo me sumerjo en unos pensamientos que ella desconoce y que prefiero ignore por completo.

5

En la morgue todo cobra un importe de grandeza y equilibrio. Aquí no hay racionamientos, limitaciones visuales, diferencias de estilo. Todos son iguales y sin embargo diferentes. ¿Qué similitud podría tener la adolescente con el guerrillero fallecido en la contienda o con el soldado muerto en la emboscada? ¿Qué relación entre ella y el político asesinado en la faena electoral?
El cuerpo de NN debe medir 1.70 de estatura, dimensión que debe abarcarlo todo, pues soy consciente de que en esa medida de longitud vienen todos los misterios de la creación y lo infinito.
Sin levantar la sábana que la cubre avizoro un terreno intransitado, inhóspito, un terreno impúber, que nada tiene que ver con la virginidad ni con lo intocado. Todo, en los ojos del que nunca ha visto la totalidad de las formas o las líneas, permanece virgen. No importa que una mujer haya sido poseída por cien, cincuenta o veinticinco hombres. De igual manera pudo haber sido poseída o no. Para mí, que soy el que toca ahora, el que recorre ahora, el que descubre con sus palmas la geografía de un cuerpo nuevo en el ahora, este cuerpo es y será virgen porque siempre será tocado con unas manos dinámicas y cambiantes, unas manos que recién han descubierto el terreno accidentado de una muchacha que nunca ha visto. Ella será siempre virgen porque igual al río heraclitano sus manos mañana serán otras, sus pechos otros, sus labios otros, su sexo otro. Y de igual modo el que la besa hoy no es el mismo de ayer, ni sus percepciones del mundo permanecerán estáticas o anquilosadas en un espacio que hace mucho tiempo dejó de palpitar y dilatarse.
Mi mujer no logra transigir con esas ideas, dice que soy el mismo de ayer y el equivalente del mañana. Te creo -le digo-, mientras observo su empeine y descubro cómo ha cambiado, cómo ha variado ese pequeño espacio de cuerpo que antes me seducía y cegaba. Entonces compruebo que la odio y que lo que amaba en ella ha desaparecido. No obstante, es ese recuerdo de lo que tuvo lo que me obliga a permanecer con ella y es eso mismo, lo muerto, lo que me retiene y sujeta.
NN es a pesar de la muerte la misma. Sus pies siguen entregados con la convicción que uno desea encontrar en toda mujer, lo que me obliga a ponerla en un espacio definido y en un tiempo concreto. Me veo en mis prácticas de auxiliar de enfermería alrededor de un enfermo y descubro en frente mío a una muchacha de tez blanca, 1.70 de estatura, ojos verdes y complexión delgada. Es ella –pienso-, es NN. Entonces el enfermo, la cama, los estudiantes desaparecen y sólo queda una oscuridad inimaginable en cuyo centro -si a esto puede llamársele centro- estamos NN y yo. Retozamos sobre el vacío de la oscuridad (¿qué es la oscuridad sino exceso de luz?) y nos sumergimos en una nada que está llena de presencias, de extraños arabescos, raros jeroglíficos que sé, son el lenguaje de lo inusitado, de lo indefinible, de lo insonoro y lo inmaterial. Aquí cobra un valor excepcional lo improbable -cómo me gusta esa palabra-, pues es allí a donde el racionamiento no llega, donde lo limítrofe no tiene cabida, donde las limitaciones mentales se separan y se diluyen en un eterno vacío que las tritura y vuelve vestigio. Cómo me gusta eso, cómo soy feliz en ese terreno de lo intangible y lo vaporoso.

6

En estas disertaciones comienza a ocupar su lugar en el espacio Green Eyes. Por esa coincidencia inusual de las cosas -el azar es otro rostro de la providencia- el tema concuerda con los ojos que he creído ver en NN, los ojos que intuyo en ella, los ojos que creo son los de la muerte o, mejor aún, los de todos los muertos.
La música reverdece sobre la morgue. Es como si un enorme algarrobo se situara en el centro de ella y comenzara a crecer. En efecto, lo sonoro posee ese privilegio de constituirse en una grafía, en un cuerpo, en una estructura, en una amalgama. El algarrobo crece a partir de las notas, las dicciones, el tono festivo, la tonalidad de los instrumentos. Desde la altura meridiana del árbol -¿debo llamarlo sonido?- caen las emotividades del hombre que canta, de aquel que rasga las cuerdas del bajo, del que golpea los teclados del piano, del que acaricia con sus yemas los cueros.
Como todo árbol, el sonido da sus frutos. Llueven aparejos que identifico como la emotividad del que recibe las ondas. La música es sin lugar a dudas la comunicación de los espíritus. A través de ella entran en contacto las presencias menos imaginadas, los espectros que hace mucho se vieron o nunca se han visto -no importa el precipicio- las vibraciones mentales de seres lejanos en el antes o el después, las correspondencias de hombres que se hermanan en ese elemento (¿el quinto?).
Me quedó con los ojos en el cuerpo de NN –digo-, me quedó en las sábanas que cubren su cuerpo, las mismas que se constituyen en la piel de su ahora.

Clare, enero 15

Amado papá:

Según el filósofo griego Apolonio de Tyana, quien vivió en el primer siglo de nuestra era, la imaginación es una de las facultades más poderosas, pues ella es capaz de aproximarnos a las realidades. “... la imitación hace solamente lo que ha visto, mientras que la imaginación representa lo que no ha visto jamás y lo concibe con referencia a la cosa que realmente es”
¿Alcanzas a captar esto, padre? ¿No es verdad que se aplica a los compositores de altura?
¿Wagner, Mozart, Rachmaninov no son un claro ejemplo de virtuosismo y deleite esotérico?
¿Qué poder de la imaginación para crear ese tipo de música?
Sin lugar a dudas Coldplay posee ese don de lo imaginativo y lo circunstancial desde lo intuitivo. Su concierto, retransmitido por MTV, así lo constata.
Me da la sensación de que ese tipo de música es una conexión entre los mundos palpables y los inmateriales, una lógica hermanada en los hilos de la muerte y la permanencia de estados.

Un beso desde el corazón de Irlanda,

Tu hija.

GREEN EYES

1

P. Quimbaya tiene bajo su voluntad a una anciana de setenta años. Puede hacer con ella lo que le parezca, lo que estime conveniente. La anciana está a su merced, casi bajo su hechizo. P. Quimbaya no es un hombre atractivo, algo que justificaría de algún modo este tipo de acaecimientos. La anciana resiste todo: la desnudez arbitraria de su cuerpo y su carácter.
La anciana yace sobre un mesón metálico. Al lado, en una mesa de cemento embadurnada de azulejos blancos, reposan los cosméticos que P. Quimbaya utilizará para embellecer la cara y ocultar el matiz con el que se viste ahora el rostro de la vieja. Unos poderosos extractores cuelgan sobre el techo produciendo una especie de jadeo férreo, como si una locomotora se paseara por la sala escupiendo un fastidioso olor a formol que provoca unos cuantos lloriqueos en los familiares de la difunta.
P. Quimbaya aplica la sustancia en el organismo de la anciana. Una manguera, incrustada por una abertura a la altura del ombligo, succiona todos los líquidos, mientras veo como la sangre y otras partículas de ser se van por las rendijas de un sifón, como si se tratara de aguas negras o la cañería de un lavabo. La vieja está a merced de P. Quimbaya
P. Quimbaya mueve con fuerza el tubo sobre el estómago de la anciana. Los extractores se mueven inmisericordes en una noción de velocidad que sólo pertenece a ellos. P. Quimbaya cose la incisión que había hecho en el muslo de la abuela; la aguja pasa rápido por entre la piel de la vieja dejando el color del cáñamo en la superficie de la misma, como si se tratara de la boca arrugada de un bandoneón o la textura de un papel luego de ser acanalado por las manos bellas de una adolescente que ha perdido un examen de álgebra en el colegio, o por los dedos rabiosos de un soldado al saber que ha sido dado de baja por el diagnóstico de una enfermedad.
Después de este procedimiento propio de la tanatología, P. Quimbaya satura de algodón la boca de la vieja, los oídos, la nariz. Es increíble -pienso- ¿dónde cabrá tanto tejido vegetal? La viste, la hace digna de ser observada, la embadurna para una festín de cuarenta y ocho horas. La anciana debe lucir “presentable”; afuera la esperan los vecinos, los contemporáneos que se resisten al gran viaje, los hijos, las nueras, los muchachitos (llamados nietos) que corretean alrededor del féretro –chinos latosos, pensará la anciana-.
NN está a merced de mis ojos y de mis ondas de pensamiento. P. Quimbaya no puede hacer nada frente a eso. Si bien es cierto que a veces tiene de cinco a siete cadáveres por embalsamar, también es claro que no ha llegado el tiempo de ella, la vuelta de rueca, la curvatura completa de su círculo. NN continúa impúber. Nadie, absolutamente nadie -salvo yo- conoce la geografía accidentada de su organismo.
Suena Green Eyes y veo a la muchacha de la morgue en los ojos verdes de los muertos.

2

El hombre jadeaba sobre la espalda de mi esposa cuando entré a la habitación. Sus resuellos trascendían las ventanas y gravitaban por las paredes de los cuartos hasta desmoronarse a tientas por el piso. Al entrar a la habitación el hombre continuaba sobre ella sin advertir la amenaza que representaba mi presencia. El hombre llevaba unos calcetines negros, mientras el resto de su cuerpo aparecía desnudo sobre la cama que días antes me había consagrado alguna delectación.
Mi mujer se arqueaba sobre las mismas sábanas que en ocasiones me ofrecían algún tipo de consuelo. El hombre besaba sus pechos, sus caderas, la mata hirviente de su sexo. Su cuerpo pronunciaba un movimiento uniforme sobre los muslos y el vientre del desconocido. Un sonido inaudible derivaba de su boca, en tanto el hombre empujaba con mayores bríos el peso fragoroso de su carne.
Avisté esta escena durante unos minutos -minutos que no poseen una delimitación desde la ventana de lo racional y lo tangible-. El empeine de mi esposa había recobrado cierta belleza; el hecho de verla en los brazos de otro hombre le devolvía esa frescura que yo creía perdida y que esa noche se acentuaba con cierto portento sobre la cama. El hombre poseía también una curvatura bastante especial sobre sus plantas –eso es algo que yo no puedo prescindir- y sus jadeos desazonados superaban con creces las búsquedas infructuosas de los míos.
En ese jadeo, en esa resonancia, en ese espasmo de lo perenne -lapso redimido en la memoria- evoqué la primera relación sexual con mi mujer. Si bien es cierto que nuestro encuentro fue motivado por ella y no por mí, debo reconocer que el éxito de ese primer contacto se debió a la sorpresa de lo inimaginado, al hallazgo de lo inédito, al tacto de lo nunca expuesto. Gran parte de la noche la prodigué en reconocer sus plantas y sus curvas, en besar los dedos, los tobillos. Entonces la erección era evidente y la excitación de ella ineludible.
Pero el hombre omitía estos ejercicios. Su boca exploraba con presteza los pezones. Los dedos delineaban los arabescos de su vientre, la geografía de su dorso, la autopista de sus muslos.
Cerré con cuidado la puerta. Adentro algo se deslizó sobre la cama. En mis oídos viró el sonido de un quejido que no supe definir entre el dolor del arte o el placer del sexo.

3

La prensa local nunca registró la muerte de X. Durante varios días empeñé mi oído en las ondas de HJ doble K sin encontrar algo que notificara su asesinato. Nunca se habló de él en los periódicos locales, jamás se emitieron juicios sobre su deceso. Ni siquiera las autoridades se pronunciaron al respecto, por lo que llegué a dudar del impacto de la bala.
Tiempo después pude constatar el luto en la profesora, un luto que le pertenecía al tiempo y no a las sombras; jamás vi sobre ella el color del negro o lo que entendemos de él, pues como he dicho con antelación, en él fluctúan todas las coloraciones, la luz, las líneas fulgurantes de lo oscuro.
La profesora de matemáticas siguió en sus labores habituales. Unas semanas después la encontré en compañía de un muchacho de aproximadamente doce años.
Mirando de cerca al individuo me pareció encontrar en él las muecas y los gestos de X; era la continuidad de X, la extensión licenciosa de X.
Entonces emprendí mis pesquisas por los alrededores de la casa. La profesora era visitada por mujeres de particular apariencia y por una especie de cartero que dejaba bajo su puerta un número indeterminado de revistas. Alguna vez, si mal no recuerdo en el mes de agosto, me apropié de un paquete que extraje del interior del corredor. Tres revistas venían en el sobre. Al llegar a casa dejé en la mesa de noche de mi cuarto los ejemplares destinados para ella. Semanas después me encontré en la calle con aquel desconocido que frecuentaba a mi esposa. Bajo el brazo llevaba las revistas.

4

F. Muñoz se incorporó esa mañana de marzo a las tres y treinta de la madrugada.
F. Muñoz se encontraba dispuesto a las órdenes de sus superiores cuando fue removido de su oficio y destinado a otra faena.
Sus compañeros de trabajo ya estaban en Villa M. cuando F. Muñoz sintió una rara fluctuación de voces que le hablaban. Pensó en sus amigos y se extrañó de la algarabía que le llegaba desde lejos. Por el radioteléfono escuchó el S.O.S. emitido por sus colegas de comando y encontró una explicación racional a la algarabía de ecos y dicciones que gravitaban en sus tímpanos. “Es la muerte –piensa-, es esa bella adolescente que me busca”.
Entonces recordó un servicio que había hecho en Algeciras y caviló en el suboficial que le había invitado a unas cervezas. F. Muñoz se había negado, estaba supremamente exhausto para aceptar la tentación – ¿es la excitación cosa nuestra o es el requerimiento de un desconocido que habita nuestro cuerpo?-, estaba aprisionado por el polvo y la inclemencia en el silbido de las balas. ¿Era la primera vez que claudicaba ante eso? ¿Qué le hacía sucumbir? ¿Qué motor, que bujía, qué quinqué le acordonaba hasta el punto de hacerle rechazar la invitación a un hermano de tropa?
F. Muñoz estaba sobre la cama en su pequeño cuarto cuando el lenguaje de las balas botó su perorata ciega. Salió abruptamente hacia donde se originaba el monólogo de disparos y encontró al hombre de la invitación reventado sobre las botellas y los envases. La guerrilla lo había ultimado a tiros mientras engullía el olor de la levadura. “¿Qué saboreó primero –pensó- el sabor de la cerveza o el jarabe del fallecimiento?
Al llegar a Villa M. se encontró con algo parecido al desierto de los tártaros. Es mas, F. Muñoz concluyó que no hay un infierno posible que supere el aspecto baldío de la “Tierra de Promisión”.

5
Papá acostumbraba auscultar la belleza de las cosas a través de los números y sus concomitancias secretas -eso lo heredé de él-. Cuando conocía a una persona repasaba velozmente su nombre desintegrando las letras y diluyéndolas en cifras. Para él todo se reducía a eso: números. Papá afirmaba que el universo tiene un número y que es ese número, multiplicado por el número de Dios, lo que trae nuestro origen. Entonces todo individuo -desde antes de arribar al mundo – posee su dígito secreto con el que abre o cierra el trinquete de la puerta universal. De tal forma que es menester del hombre descubrir el guarismo que le corresponda.
Por esa increíble apreciación de la cábala individual papá pasaba horas enteras con insólitos libros sobre su escritorio. Allí tuve noticias de Hermes Trismegisto, Cristian Rosenkrautz, Giordano Bruno.
Además de estas consideraciones esotéricas establecía una correspondencia numérica entre él, mi madre y yo, algo que extendía a la lectura de ciertos elementos como los planetas, sus caracteres cosmológicos, el tiempo y la liquidación de un espacio universal comprometido con un espacio psicológico o subjetivo.
Sobre sus conjeturas cabalísticas armaba todo un bastión de estructuras sólidas que pretendían dar una explicación a ciertas naturalezas colectivas como las infructuosas mesas de conversación, el acuerdo humanitario, los diálogos de paz o los ataques guerrilleros a la población civil.
“Los diálogos no prosperan -señalaba- porque la posición de ciertos astros no nos son del todo favorables”. Entonces culpaba a Saturno, justificaba sus cómputos en las extravagancias de Cronos, aquel dios de la religión antigua que engullía sin misericordia a sus hijos.
Alguna vez fue puesto bajo custodia por supuestos vínculos con insurrectos de las FARC.
Ese modo particular de observar y aprehender la belleza habría de marcarme paulatinamente. Si bien es cierto que la numerología no era mi vocación más inmediata, debo aceptar que muchas veces acudía a ella para resolver algunas prioridades. No obstante, mi perspectiva sobre lo bello descansaba por lo general sobre principios de correspondencia. Entonces hallaba hermoso lo que se figuraba aparentemente antitético o aquello denominado “contrario”. Bello era para mí lo “repulsivo”, lo caluroso, lo oscuro, lo rancio, lo triste. A partir de esas lógicas emprendía la tarea de ir hasta el límite del término y hallar en ese fin su “antípoda”. De modo que en ese vestigio de fealdad hallaba la belleza absoluta, en ese espacio de lo tenebrosamente oscuro la luz que ciega, en la expiración del tiempo la juventud que todo hombre inquiere.

Leinster, enero 30

Querido Papá:

Esto es un sueño, ¿verdad?
Sé que estoy en Irlanda, sé que esta es la tierra de William Butler Yeats, pero me asaltan serias dudas sobre el maridaje de las cosas y la forma en que se nos representan.
Sé que Leinster es la provincia más seca y soleada de las cuatro que conforman el país, pero ¿es esto un reflejo de algo que ya pasó o realmente está sucediendo?
¿Cuántos días de eso, Padre? ¿Cuánto más la aflicción de mamá?
La heredad de la rosa alquímica y el gato demoníaco me perturban. A veces siento la imperiosa necesidad de correr y fluctuar en una realidad que logre establecer como la propia.
¿Cómo va la salud de mi tía?
Un beso,

Tu hija.

Acerca del autor

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Biobibliografía

WINSTON MORALES CHAVARRO Neiva-Huila, 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. En la parte literaria ha ganado los concursos de Poesía Organización Casa de Poesía 1996; José Eustasio Rivera 1997 y 1999; Concursos Departamentales del Ministerio de Cultura 1998; Concurso Nacional de Poesía “Euclides Jaramillo Arango”, Universidad del Quindío, 2000; Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Concurso Nacional de Poesía Universidad de Antioquia, en el 2001; Tercer Lugar en el Concurso Internacional Literario de Outono, de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Primer Puesto en el Premio Nacional de Poesía Universidad Tecnológica de Bolívar, Cartagena, 2005. Ganador de una residencia artística del Grupo de los tres del Ministerio de Cultura, Colombia, y el Foncas, de México, con su proyecto: Paralelos de lo invisible: Chichén Itza-San Agustín. Finalista en varios concursos de poesía y cuento en Colombia, España y México. Fue Director editorial-fundador del Periódico Neiva y es co-director de la revista Índice de Literatura, miembro del Consejo editorial de la revista de literatura Puesto de Combate-Bogotá, director de la Revista Hojas Sueltas-Neiva, Corresponsal de la revista de literatura Alhucema-España Ha publicado los libros de poemas Aniquirona-Trilce Editores 1998; La Lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002; Summa poética, Altazor Editores, 2005, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro. Poemas suyos han aparecido en revistas y periódicos de Colombia, España, Venezuela, Italia, Estados Unidos, Argentina, Puerto Rico y México. Ha participado en el Primer Festival de Cultura Colombiana en Milán-Italia, celebrado en Octubre de 2000; en la V Feria Binacional del Libro en San Cristóbal-Venezuela en el 2002; en el Encuentro Internacional de Escritores en el Caribe, Playa del Carmen-México, 2002 y 2004, Encuentro Internacional de Escritores en Zamora-México, 2005, y en los Festivales Internacionales de Poesía de Medellín, Manizales y Pereira. Invitado al Festival de Poesía “Alzados en Almas” de la Casa de Poesía Silva en el 2001, al Encuentro Internacional de Escritores de Lima-Perú, 2005, y al Encuentro Nacional de Escritores, Ibagué en Flor, 2006. En la actualidad se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad de Cartagena, Bolívar, Colombia.