PREMIO IX BIENAL NACIONAL DE NOVELA JOSÉ EUSTASIO RIVERA

POLITIK

1

Romper el silencio es más placentero que permanecer en él. Es como la afectividad sexual cuando goza de pequeños intervalos y por esta circunstancia se acentúa el placer y la sensación de éxtasis, algo de lo que yo he aprendido una vez conocí –intuí, mejor- a la muchacha del depósito de cadáveres.
Ha pasado una hora, esa es mi visión, desde que no sonaba Coldplay. Empiezo a sumergirme en una mar de sonidos (ajenos hasta ayer o anteayer a mi conocimiento auditivo). ¿Qué es Coldplay para la muchacha? ¿Por qué esa afición desaforada, casi pervertida, hacia un grupo de música?
Suena Politik, una canción que me sugiere diferentes puntos de vista sobre el espacio y el vacío.
En una colcha sonora de cinco minutos con dieciocho segundos Guy Berryman, Jon Buckland, Will Champion y Chris Martín concentran lo que para POLITIK es toda su energía gravitacional, como quien dice, en cinco minutos dieciocho segundos tuvo su origen el cosmos, el cataclismo y la alocada carrera de todos los astros por la infinitud de una oscuridad-luminosa llamada universo.
Pero, ¿qué son cinco minutos con dieciocho segundos para un organismo viviente como el hombre? Todo y nada. En esa percepción de tiempo se cierran todas las puertas posibles de la materia, pero se abren los postigos ultraterrenos de un supratiempo que lo abarca y comprende todo: el tiempo de la canción que es total y absoluto para ella misma y que no necesita de ninguna otra figura. ¿Cuánto es la vida de una mariposa? ¿Horas? ¿Días? ¿No es, sin embargo, la perennidad para ella? ¿Es ese el tiempo en el que nace y perece? El promedio de vida del hombre oscila entre sesenta y setenta años, sin embargo, ¿cuánto es eso para un árbol? ¿Qué son sesenta años para un ceibo? ¿Un segundo, un fragmento de tiempo, un hilillo delgado de circunstancias anómalas?
El tiempo es caprichoso, relativo, pero, por encima de todas estas consideraciones, autónomo e íntegro. Es perenne o mejor dicho inacabable -sea regresivo o no, circular o no, lineal o no-. Su cuerpo estructural no puede admitirse desde una noción fragmentada hacia lo porvenir o pasado sino hacia lo constante, sin separaciones de ninguna naturaleza, sin objeciones delimitantes, sin racionamientos celularios. Es mas, ¿suponiendo un acabose de orden general, acaso deja por esto de fluir? ¿No es verdad que proseguirá su angustioso llamado desde una orilla imperceptible para nosotros?

2

Cuando la muchacha de la morgue se exteriorizó para mí en su edad primigenia, pensé en la niña de Villa M. Si bien es cierto que la adolescente no superaba los catorce, ¿no eran para ella esos catorce años noción de lo perenne? ¿Qué podía reclamarle al tiempo si en ese -corto o largo- lapso de días se encerraba toda la magnificencia de ella, lo que le tocaba por ordenanza de la Divina Providencia disfrutar?
¿Cuántos segundos fueron suficientes para que el agente que trepó por el muro de la casa se percatara que la muerte lo esperaba en el interior de ella?
Eran las cuatro de la mañana cuando ya estaba en el comando esperando las órdenes del día. Una hora antes había estado con su esposa, sonreía, besaba a sus hijos. No obstante, la muerte le miraba de soslayo desde hacía varias horas, semanas tal vez, meses quizás, años. Esa noche durmió pesadamente y en su cuerpo cierta sensación desconocida lo cercaba. Eran las cuatro de la mañana y el hombre se encontraba en la estación. Era él, inexcusablemente él, el elegido. De los miles de hombres que conformaban la guarnición justamente él y otros.
Llegó al barrio, se bajó del vehículo. Fueron cercando la casa señalada. La noche, igual que boca de lobo, era oscura, mas no aullaba, no emitía ninguna advertencia, ningún augurio, absoluta seña que previniera la presencia de algo superior al hombre. Una niña se cruzó –se cruza- con el individuo, la mirada secreta de la exhumación iba con ellos. El atisbo visual pudo durar medio segundo, un minuto, una hora que retornaba sobre ella misma. La niña trajo una escalera, el agente la observó con un gesto de aprobación y gratitud. El hombre trepó, sus manos se aferraron del cabello de la muerte, de sus manos huesudas, de sus húmeros. El hombre puso sus pies en el vacío y antes que la onda lo arrojara hacia lo recóndito, el lugar de donde nada retorna, por lo menos con su misma máscara o impronta, regresó su rostro hacia el cielo. En ese instante vio a sus superiores, a sus compañeros, a la niña de la escalera. Entonces regresó satisfecho a casa, jugó con sus pequeños, comió hasta saciarse por completo y estaba en eso cuando la explosión inmisericorde lo sacó a borbotones de la residencia y pudo ver desde el vacío cómo su cuerpo se desmoronaba entre la tierra y el cemento, cómo las casas se desbarajustaban como naipes, cómo las ventanas ardían en minúsculos añicos, cómo cientos de estertores se mezclaban con los gritos pavorosos de la gente, con el llanto remoto de un niño -podía ser su hijo, pensó, antes de vaciarse en él la luz-, con el barullo de decenas de ambulancias, pitos impotentes de celadores, perros rabiosos que pretendían espantar a la muerte y a su séquito de flamas y figuras.

3

Cuando X se enteró de mi tentativa de homicidio a su protectora sonrió exageradamente. No entendía el por qué no había disparado. Tonto -pensé- como si abarcar la muerte consistiera solamente en provocarla. La había contemplado en el rostro de la anciana desde antes de disparar.
Desde ese momento perdí todo interés en X, me parecía estúpido buscarlo, encontrarme con él, gastar mi tiempo en el consumo de unos minutos “infructuosos”. De modo que no regresé a la quinta con octava en busca del Pac-man, ni a pasear por las avenidas de lo virtual en compañía de alguien que tenía una percepción sesgada del Gran Viaje.
Sin embargo, mi práctica en escarbar los pormenores de la maestra me había posibilitado una experiencia de valor incalculable en lo que concierne a seguir puntos y líneas que conlleven a alguna autopista de la sospecha y las consideraciones de lo visual.
De modo que seguía a X. Me situaba en las afueras de un gran almacén de la carrera quinta al que llamaré Y, o me subía al tercer o cuarto piso de un edificio contiguo desde donde contemplaba a X en sus hábitos cotidianos. X demoraba horas enteras jugando maquinitas y de vez en cuando intercambiaba palabras con la muchacha de la caja o el asistente de los juegos.
Cierta noche, cuando ya habían cerrado el establecimiento, me fui detrás de su figura. Su sombra era portentosa, algo de lo que no me había percatado y que humillaba, además, el vacío de la mía. iba lento sobre la calle novena, un poco más arriba de la carrera séptima, cuando se percató de mi presencia. Los arbustos de un pequeño motel sirvieron para guarecerme de sus ojos. Prosiguió su camino mientras yo desenfundaba el revólver de mi padre. Alcé el arma y pude sentir en mi paladar un sabor inexplicable del cual ya no tengo memoria. X volteó los ochenta y cinco kilos de complexión pero ya era demasiado tarde para él. Justo al volver su rostro, cuando sus ojos lograron un ángulo desde el cual me dibujaban, la bala penetraba con firmeza sobre sus ropas buscando con suma velocidad su corazón. Se desplomó sobre la ancha carretera mientras pude quedarme con una sonrisa suya que era lo único que de sí fluía. Sé que en su afán por sostenerse intentó una carcajada con la cual flagelar mi visión sobre la muerte. Tonto -pensé de nuevo-, como si ella fuera sólo sufrimiento o martirio, ¿no es también acaso un malestar, un desconsuelo, la alegría de escuchar?

4

Luego de asesinar a X regresé a casa, o a lo que quedaba de ella. Como he mencionado con antelación, la relación con mi mujer iba de mal en peor, razón por la cual mis permanencias en la morgue eran más extensas y regulares. La morgue ofrece ese silencio que todo hombre busca y, sobre todo, necesita. De otro lado, la cofradía de un cadáver es de un peso absoluto; no hay nada más leal ni más firme en esa lealtad que un muerto, norma que mi esposa no acepta y que por el contrario recrimina cada vez que encuentra oportunidad.
“Pareces uno de esos”, dice con elevada convicción en tanto yo me sumerjo en unos pensamientos que ella desconoce y que prefiero ignore por completo.

5

En la morgue todo cobra un importe de grandeza y equilibrio. Aquí no hay racionamientos, limitaciones visuales, diferencias de estilo. Todos son iguales y sin embargo diferentes. ¿Qué similitud podría tener la adolescente con el guerrillero fallecido en la contienda o con el soldado muerto en la emboscada? ¿Qué relación entre ella y el político asesinado en la faena electoral?
El cuerpo de NN debe medir 1.70 de estatura, dimensión que debe abarcarlo todo, pues soy consciente de que en esa medida de longitud vienen todos los misterios de la creación y lo infinito.
Sin levantar la sábana que la cubre avizoro un terreno intransitado, inhóspito, un terreno impúber, que nada tiene que ver con la virginidad ni con lo intocado. Todo, en los ojos del que nunca ha visto la totalidad de las formas o las líneas, permanece virgen. No importa que una mujer haya sido poseída por cien, cincuenta o veinticinco hombres. De igual manera pudo haber sido poseída o no. Para mí, que soy el que toca ahora, el que recorre ahora, el que descubre con sus palmas la geografía de un cuerpo nuevo en el ahora, este cuerpo es y será virgen porque siempre será tocado con unas manos dinámicas y cambiantes, unas manos que recién han descubierto el terreno accidentado de una muchacha que nunca ha visto. Ella será siempre virgen porque igual al río heraclitano sus manos mañana serán otras, sus pechos otros, sus labios otros, su sexo otro. Y de igual modo el que la besa hoy no es el mismo de ayer, ni sus percepciones del mundo permanecerán estáticas o anquilosadas en un espacio que hace mucho tiempo dejó de palpitar y dilatarse.
Mi mujer no logra transigir con esas ideas, dice que soy el mismo de ayer y el equivalente del mañana. Te creo -le digo-, mientras observo su empeine y descubro cómo ha cambiado, cómo ha variado ese pequeño espacio de cuerpo que antes me seducía y cegaba. Entonces compruebo que la odio y que lo que amaba en ella ha desaparecido. No obstante, es ese recuerdo de lo que tuvo lo que me obliga a permanecer con ella y es eso mismo, lo muerto, lo que me retiene y sujeta.
NN es a pesar de la muerte la misma. Sus pies siguen entregados con la convicción que uno desea encontrar en toda mujer, lo que me obliga a ponerla en un espacio definido y en un tiempo concreto. Me veo en mis prácticas de auxiliar de enfermería alrededor de un enfermo y descubro en frente mío a una muchacha de tez blanca, 1.70 de estatura, ojos verdes y complexión delgada. Es ella –pienso-, es NN. Entonces el enfermo, la cama, los estudiantes desaparecen y sólo queda una oscuridad inimaginable en cuyo centro -si a esto puede llamársele centro- estamos NN y yo. Retozamos sobre el vacío de la oscuridad (¿qué es la oscuridad sino exceso de luz?) y nos sumergimos en una nada que está llena de presencias, de extraños arabescos, raros jeroglíficos que sé, son el lenguaje de lo inusitado, de lo indefinible, de lo insonoro y lo inmaterial. Aquí cobra un valor excepcional lo improbable -cómo me gusta esa palabra-, pues es allí a donde el racionamiento no llega, donde lo limítrofe no tiene cabida, donde las limitaciones mentales se separan y se diluyen en un eterno vacío que las tritura y vuelve vestigio. Cómo me gusta eso, cómo soy feliz en ese terreno de lo intangible y lo vaporoso.

6

En estas disertaciones comienza a ocupar su lugar en el espacio Green Eyes. Por esa coincidencia inusual de las cosas -el azar es otro rostro de la providencia- el tema concuerda con los ojos que he creído ver en NN, los ojos que intuyo en ella, los ojos que creo son los de la muerte o, mejor aún, los de todos los muertos.
La música reverdece sobre la morgue. Es como si un enorme algarrobo se situara en el centro de ella y comenzara a crecer. En efecto, lo sonoro posee ese privilegio de constituirse en una grafía, en un cuerpo, en una estructura, en una amalgama. El algarrobo crece a partir de las notas, las dicciones, el tono festivo, la tonalidad de los instrumentos. Desde la altura meridiana del árbol -¿debo llamarlo sonido?- caen las emotividades del hombre que canta, de aquel que rasga las cuerdas del bajo, del que golpea los teclados del piano, del que acaricia con sus yemas los cueros.
Como todo árbol, el sonido da sus frutos. Llueven aparejos que identifico como la emotividad del que recibe las ondas. La música es sin lugar a dudas la comunicación de los espíritus. A través de ella entran en contacto las presencias menos imaginadas, los espectros que hace mucho se vieron o nunca se han visto -no importa el precipicio- las vibraciones mentales de seres lejanos en el antes o el después, las correspondencias de hombres que se hermanan en ese elemento (¿el quinto?).
Me quedó con los ojos en el cuerpo de NN –digo-, me quedó en las sábanas que cubren su cuerpo, las mismas que se constituyen en la piel de su ahora.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

WINSTON MORALES CHAVARRO Neiva-Huila, 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. En la parte literaria ha ganado los concursos de Poesía Organización Casa de Poesía 1996; José Eustasio Rivera 1997 y 1999; Concursos Departamentales del Ministerio de Cultura 1998; Concurso Nacional de Poesía “Euclides Jaramillo Arango”, Universidad del Quindío, 2000; Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Concurso Nacional de Poesía Universidad de Antioquia, en el 2001; Tercer Lugar en el Concurso Internacional Literario de Outono, de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Primer Puesto en el Premio Nacional de Poesía Universidad Tecnológica de Bolívar, Cartagena, 2005. Ganador de una residencia artística del Grupo de los tres del Ministerio de Cultura, Colombia, y el Foncas, de México, con su proyecto: Paralelos de lo invisible: Chichén Itza-San Agustín. Finalista en varios concursos de poesía y cuento en Colombia, España y México. Fue Director editorial-fundador del Periódico Neiva y es co-director de la revista Índice de Literatura, miembro del Consejo editorial de la revista de literatura Puesto de Combate-Bogotá, director de la Revista Hojas Sueltas-Neiva, Corresponsal de la revista de literatura Alhucema-España Ha publicado los libros de poemas Aniquirona-Trilce Editores 1998; La Lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002; Summa poética, Altazor Editores, 2005, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro. Poemas suyos han aparecido en revistas y periódicos de Colombia, España, Venezuela, Italia, Estados Unidos, Argentina, Puerto Rico y México. Ha participado en el Primer Festival de Cultura Colombiana en Milán-Italia, celebrado en Octubre de 2000; en la V Feria Binacional del Libro en San Cristóbal-Venezuela en el 2002; en el Encuentro Internacional de Escritores en el Caribe, Playa del Carmen-México, 2002 y 2004, Encuentro Internacional de Escritores en Zamora-México, 2005, y en los Festivales Internacionales de Poesía de Medellín, Manizales y Pereira. Invitado al Festival de Poesía “Alzados en Almas” de la Casa de Poesía Silva en el 2001, al Encuentro Internacional de Escritores de Lima-Perú, 2005, y al Encuentro Nacional de Escritores, Ibagué en Flor, 2006. En la actualidad se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad de Cartagena, Bolívar, Colombia.