PREMIO IX BIENAL NACIONAL DE NOVELA JOSÉ EUSTASIO RIVERA

DON´T PANIC

1

Sin ninguna emotividad, sin el menor vestigio de pasión o crueldad amorosa empujo el conjunto de mi cuerpo sobre la vagina de E.
La atracción inédita que han despertado sus pies en mi sexo me obligan a incorporarme sobre ella y a empujar con fuerza los ochenta y dos kilos de complexión.
E. tiene setenta años -cuarenta más que yo-, un tiempo en donde se alcanza a descubrir la revolución y los temperamentos inexorables de la naturaleza. Han sido sus pies, por encima de sus pechos rugosos, sus muslos celulíticos, sus nalgas flageladas por la varice, los que han motivado mi desenfreno y mi lubricidad.
Rara vez logro domar mi espíritu intemperante cuando descubro un empeine que rebase los límites de lo insustancial y lo prosaico. Lo que ocurre es que esto no se da con mucha frecuencia; una entre un millón -diría mi padre-.
E. tiene setenta años. No obstante, sus pies conservan la juventud anhelada por una muchacha de veinte o veinticinco. Ellos resultan para mí como un néctar, como un bálsamo en los aluviones hirvientes de la Tatacoa, como un refresco luego de una carrera de triatlón.
Conocí a E. entre almendros y pomarrosas. Ella salía de casa de la profesora cuando la seguí en medio de la clandestinidad del mediodía. Inicialmente se mostró preocupada por mi presencia, pero luego omitió tal nerviosismo conduciéndome con lascivia hacia su morada. E. dejo la puerta entreabierta. Su desnudez de medio siglo yacía sobre el lecho. Sus pies estaban entre mis manos cuando E. tomó el pene y lo introdujo en el interior del sexo. Era tal su afán de sentirse poseída que no dio respiro para nada.
E. y yo hacíamos el amor tres veces por semana, aunque debo precisar que la que lo hacía era ella; yo me limitaba a poseerla, a avivarla. Ella presentía su último suspiro, su éxtasis final, el orgasmo de la expiración. Su esposo rebosaba los ochenta, lo que la empujaba –palabras de ella- a dar rienda suelta a su infidelidad o a cualquier muestra expresa de descontento.

2

Ahora que suena Don’t Panic y rememoro lo de E., me transplanto a ese instante de mi vida en que una vez al regresar a casa, luego de estar con ella, encontré a mi esposa totalmente desnuda sobre el lecho.
No sé por qué lógica del cerebro me situé encima de ella abriendo su arteria femoral y aplicando una gran dosis de formol en su organismo. Introduje el tubo a la altura del ombligo y anulé todos los líquidos hasta, incluso, extraerle los humores de las glándulas lagrimales. La región de la ingle estaba atiborrada con mis dedos, las falanges penetraban coléricas por la incisión del muslo, mientras la sangre corría rauda por una cañería de hojas secas y animales putrefactos.
Despertó y me miró horrorizada. Acaricié sus labios carentes de sabor y aparenté dormir hasta cuando distinguí que roncaba reiteradamente.
Por la mañana hicimos el amor. Yo pensaba en E.

3

El pequeño x tenía los mismos resabios del grande. Era como si se constituyera en su continuación, en el relevo generacional, incluso desde la perspectiva de sus vicios -algo que lo hacía supremamente procaz-. No sé si en esto tenía que ver la profesora, pero de lo que sí estoy completamente convencido es de que x el pequeño, pasaba a cumplir las labores de X el grande.
El muchacho poseía los mismos gustos por los juegos electrónicos, por lo que lo veía a diario dando empujones a las máquinas de video, mientras las monedas que le suministraba la señora se iban por las ranuras de los aparatos.
Consciente de sus hábitos vespertinos empecé a seguirlo una vez terminaba sus tareas de colegio. El muchacho no me conocía, lo que proporcionaba cierta confianza a mis movimientos y proximidades.
Cierta noche, cuando el reloj bordeaba las ocho, me fui detrás de x, el pequeño. El muchacho iba sobre su bicicleta, lo que garantizaba facilidad para mis planes. Lo conduje a casa con promesas sobre las últimas tendencias en videos y juegos electrónicos.
La trepanación hecha en su cabeza, la abertura en su cerebro, la incisión en su organismo fueron unos de los factores que más incidieron para estudiar enfermería y trabajar posteriormente en la morgue del hospital. A la sazón pensé en las ranas y renacuajos diseccionados en el colegio, y mientras esto hacía, la profesora me observaba con sus ojos oblicuos. En tanto, abría la cabeza de x y extraía sus órganos. La delectación ante el 1.1 kilo de masa cerebral me empujó a jugar con los haces de fibra, los núcleos lenticular y caudal, los pedúnculos cerebrales, el bulbo, las vértebras cervicales, el cerebelo, los cuales pasaban entre mis manos hasta formar una sustancia análoga.

4

Cuando papá fue sindicado de rebelión tuvimos la necesidad de esconder sus apuntes y sus abecedarios filosóficos. La inteligencia militar había catalogado estas lecturas como peligrosas, lo que significó arrojar muchos de los anaqueles -con sus respectivos textos-, a las llamas. Ese día gocé de manera descarnada la infusión de los postulados herméticos; las flamas alcanzaban una altura digna de considerable atención, lo que permitía poner la vista al cielo y ver el humo de la candela competir con la grafía de figuras marcadas ostensiblemente por las nubes.
A pesar de la gran hoguera formada en los corredores de la casa, y a las tres horas de exposición de los libros en la pira, los textos empezaron a incorporarse uno a uno en las bibliotecas de la sala como si nada hubiese sucedido. En tanto, mi padre apareció con sendas quemaduras en el rostro, la espalda y extremidades inferiores como si él hubiese sido el maderamen expuesto a la combustión.
Papá nunca habló de aquel asunto, ni siquiera de los pormenores de su encarcelamiento. Pese a recobrar la libertad yo sé que continuaba encarcelado; era como si un peculiar pacto con los libros le privara de ciertos argumentos, de posibles conjeturas; consideraciones que encerraría entre las paredes de su boca hasta el momento estricto de su viaje.
De allí en adelante su conversación fue más escasa, por lo menos con nosotros, pues no puedo desconocer las horas que permanecía en su cuarto, manteniendo una conversación sublime con sus escritos, con sus personajes o con aquellos singulares autores que tiempo después yo vine a conocer y de quienes bebí con inusitado afán las delicias de la pansofía y el delirio órfico.
Mamá nunca reclamaba nada. No sé si era placer o desdén lo que manifestaba por medio de sus actos pasionales, pero las exiguas noches en que supe por efectos del sonido de sus lances eróticos, papá salía precipitadamente hacia su estudio y allí permanecía hasta la noche posterior, cuando iba nuevamente sobre el cuerpo de la teosofía. Era infatigable -pensaba yo- mientras inquiría en si sus erecciones se limitaban al acto contemplativo de los pies.

5

Mi punto de vista sobre la belleza es tan variable como la circunstancia que lo ofrece. Si es bastante cierto que busco lo aparentemente opuesto en el principio de las cosas, debo señalar que nada hay sobre el mundo que me produzca más placer que el fenómeno de la expiración y el fallecimiento. Porque una cosa es la muerte y otra muy distinta el decaer sobre el abismo. La muerte viene un minuto después de la expiración; es como si un hombre arribara con su terciopelo azul y cubriera nuestros ojos, la corriente inexpugnable del cerebro, la realidad perceptible del mundo y su naturaleza ultraterrena.
En esta perspectiva de lo bello y escuchando Don’t Panic –no pánico-, se restablece en mi memoria aquella escena del narco-gamonal de Neiva que queriendo congraciarse conmigo me ofrece de regalo una pistola 9 mm. Mi única reacción fue preguntar si el arma servía. En el rostro del individuo advertí un rictus de vacilación y delectación por mi ignorancia balística.
El hombre manda a comprar unas botellas de Whisky, bebe como un desaforado, ríe, hipa los últimos tragos de la botella. Me invita a subir en un automóvil de alto cilindraje. Conduce el carro a gran velocidad por una explanada, llega a Campoalegre, vira hacia El Hobo.
El hombre mira de soslayo a tres individuos que vagan por los cultivos de arroz de una finca. El hombre saca la pistola y me apunta. Una alteración equiparable a la emotividad que producen los pies de E. sobre mi organismo me excita. La erección es inevitable. El hombre gira la pistola sobre los tres individuos y dispara inmisericorde. Los hombres caen. El primero sobre el tercero, el segundo un poco más allá de la cuneta sobre el piso.
El hombre me entrega el arma y regresamos a Neiva. En el camino sólo silencio, sólo la música de los árboles y el silbido del viento sobre el parabrisas del auto.
La belleza, como he dicho con antelación, es posible desde la subjetividad.
Dos días después regresé a las inmediaciones de El Hobo. Asistí a tres funerales. Padre, hijo y nieto eran enterrados de forma simultánea. La esposa, la madre y la abuela lloraban con desesperación. La casa era pequeña, de poco ornamento. Tres ataúdes seguían –siguen- un orden riguroso. Yo estaba entre ellos, observaba el rostro de los dolientes, la cara ida de la familia, la emotividad de una muerte que carecía de explicación y de referencias para una venganza.
Sin embargo, semanas después, al narco-gamonal lo encontraron muerto en el interior de su vehículo. Sobre su cabeza yacía la hoja oxidada de un podadora de césped.

6

La niña, el Comandante de la Sijín , los agentes, la juez y las tres mil trescientas treinta y tres habitaciones que temblaron aquella madrugada de febrero en Villa M. no saben de lo que estoy hablando. Nadie sospecha que yo los rememoro a través de la música de un grupo que ni siquiera me pertenece.
La muchacha de la morgue trajo su música y con ella sus recuerdos. Yo soy sólo un emisor, un resorte que emite la historia de un tiempo ya ido o por venir.
Hace trescientos años que mi memoria se congracia en el ayer. Lo inusual es no hacerlo. Desde la oscuridad de los tiempos las cosas han sido de esta manera. Es algo inalterable, algo que se acepta sin reservas ni sentimientos de culpa.
Los sentimientos que debería tener el tiempo y no yo, cuando los implicados en Villa M. recobrarán la libertad por estos días y la niña, el comandante, la juez y las tres mil trescientas treinta y tres habitaciones subyacen en una masa inconmensurable de un supratiempo que tiembla todavía en unas ondulaciones que no se acoplan del todo a la muerte o a lo que deja de “existir”. Entonces los veo por Villa M. Yo sigo sus pasos y contemplo cómo la niña vuelve sobre sus cosas, cómo retorna a lo que era su casa y contempla a su madre, sus juguetes. El hombre que pisó el vacío regresa al comando. De modo que torna a su residencia, se acuesta en su sofá preferido, hace cabriolas en la cama con su hijo menor. Uno no termina por acostumbrarse a esto. La memoria es más fuerte que todo lo demás, y por esta extraña lógica nunca terminaremos de irnos. Villa M. permanece igual. El polvo viene sobre los objetos, las puertas se abren y muestran una realidad desde dos puntos de vista: Villa M. antes de la bomba y Villa M. después de la bomba. Por lo tanto las horas o lo que concebimos de ellas tienen un orden análogo: corren hacia atrás, cuando Villa M. no era testigo de ningún atentado terrorista y, hacia delante, cuando F Muñoz la ve desde sus pupilas, cuando la compara con el desierto de los tártaros, cuando descubre la mole de escombros, los vellos desgajados del vientre, la porción de dientes mordiendo el piso, los brazos de ciertos juguetes que ahora carecen de dueño.
Las imágenes se instauran siempre, fundan sus comarcas, sus espacios tangibles. Por lo tanto, uno nunca sabe si esto es cierto o no, si somos un recuerdo, si somos meros reflejos de cierta luz inacabada, el flash de una polaroid que no termina de revelar su película.
No sé por qué anómala circunstancia ahora pienso en esto. Por qué la muchacha del depósito de cadáveres comienza a diluirse, porqué las neveras y los grandes extractores cobran una apariencia diferente, una masa que pasa a convertirse en otra cosa.
El tiempo y el espacio, la realidad y nuestra noción de ella son tan subjetivos como la misma apariencia que fluctúa en los espejos. No pánico me digo, mientras comienzo a gravitar por el espacio y veo a mi mujer, a mis padres, a X, a la profesora de matemáticas, al comandante de la Sijin, a la juez, a P. Quimbaya, a E.
La levitación, aquella ciencia antigua del prohombre, ha comenzado a ser benigna conmigo. Las enseñanzas de papá en torno a esto no han sido del todo infructuosas.
Don’t Panic, me digo.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

WINSTON MORALES CHAVARRO Neiva-Huila, 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. En la parte literaria ha ganado los concursos de Poesía Organización Casa de Poesía 1996; José Eustasio Rivera 1997 y 1999; Concursos Departamentales del Ministerio de Cultura 1998; Concurso Nacional de Poesía “Euclides Jaramillo Arango”, Universidad del Quindío, 2000; Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Concurso Nacional de Poesía Universidad de Antioquia, en el 2001; Tercer Lugar en el Concurso Internacional Literario de Outono, de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Primer Puesto en el Premio Nacional de Poesía Universidad Tecnológica de Bolívar, Cartagena, 2005. Ganador de una residencia artística del Grupo de los tres del Ministerio de Cultura, Colombia, y el Foncas, de México, con su proyecto: Paralelos de lo invisible: Chichén Itza-San Agustín. Finalista en varios concursos de poesía y cuento en Colombia, España y México. Fue Director editorial-fundador del Periódico Neiva y es co-director de la revista Índice de Literatura, miembro del Consejo editorial de la revista de literatura Puesto de Combate-Bogotá, director de la Revista Hojas Sueltas-Neiva, Corresponsal de la revista de literatura Alhucema-España Ha publicado los libros de poemas Aniquirona-Trilce Editores 1998; La Lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002; Summa poética, Altazor Editores, 2005, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro. Poemas suyos han aparecido en revistas y periódicos de Colombia, España, Venezuela, Italia, Estados Unidos, Argentina, Puerto Rico y México. Ha participado en el Primer Festival de Cultura Colombiana en Milán-Italia, celebrado en Octubre de 2000; en la V Feria Binacional del Libro en San Cristóbal-Venezuela en el 2002; en el Encuentro Internacional de Escritores en el Caribe, Playa del Carmen-México, 2002 y 2004, Encuentro Internacional de Escritores en Zamora-México, 2005, y en los Festivales Internacionales de Poesía de Medellín, Manizales y Pereira. Invitado al Festival de Poesía “Alzados en Almas” de la Casa de Poesía Silva en el 2001, al Encuentro Internacional de Escritores de Lima-Perú, 2005, y al Encuentro Nacional de Escritores, Ibagué en Flor, 2006. En la actualidad se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad de Cartagena, Bolívar, Colombia.