PREMIO IX BIENAL NACIONAL DE NOVELA JOSÉ EUSTASIO RIVERA

GREEN EYES

1

P. Quimbaya tiene bajo su voluntad a una anciana de setenta años. Puede hacer con ella lo que le parezca, lo que estime conveniente. La anciana está a su merced, casi bajo su hechizo. P. Quimbaya no es un hombre atractivo, algo que justificaría de algún modo este tipo de acaecimientos. La anciana resiste todo: la desnudez arbitraria de su cuerpo y su carácter.
La anciana yace sobre un mesón metálico. Al lado, en una mesa de cemento embadurnada de azulejos blancos, reposan los cosméticos que P. Quimbaya utilizará para embellecer la cara y ocultar el matiz con el que se viste ahora el rostro de la vieja. Unos poderosos extractores cuelgan sobre el techo produciendo una especie de jadeo férreo, como si una locomotora se paseara por la sala escupiendo un fastidioso olor a formol que provoca unos cuantos lloriqueos en los familiares de la difunta.
P. Quimbaya aplica la sustancia en el organismo de la anciana. Una manguera, incrustada por una abertura a la altura del ombligo, succiona todos los líquidos, mientras veo como la sangre y otras partículas de ser se van por las rendijas de un sifón, como si se tratara de aguas negras o la cañería de un lavabo. La vieja está a merced de P. Quimbaya
P. Quimbaya mueve con fuerza el tubo sobre el estómago de la anciana. Los extractores se mueven inmisericordes en una noción de velocidad que sólo pertenece a ellos. P. Quimbaya cose la incisión que había hecho en el muslo de la abuela; la aguja pasa rápido por entre la piel de la vieja dejando el color del cáñamo en la superficie de la misma, como si se tratara de la boca arrugada de un bandoneón o la textura de un papel luego de ser acanalado por las manos bellas de una adolescente que ha perdido un examen de álgebra en el colegio, o por los dedos rabiosos de un soldado al saber que ha sido dado de baja por el diagnóstico de una enfermedad.
Después de este procedimiento propio de la tanatología, P. Quimbaya satura de algodón la boca de la vieja, los oídos, la nariz. Es increíble -pienso- ¿dónde cabrá tanto tejido vegetal? La viste, la hace digna de ser observada, la embadurna para una festín de cuarenta y ocho horas. La anciana debe lucir “presentable”; afuera la esperan los vecinos, los contemporáneos que se resisten al gran viaje, los hijos, las nueras, los muchachitos (llamados nietos) que corretean alrededor del féretro –chinos latosos, pensará la anciana-.
NN está a merced de mis ojos y de mis ondas de pensamiento. P. Quimbaya no puede hacer nada frente a eso. Si bien es cierto que a veces tiene de cinco a siete cadáveres por embalsamar, también es claro que no ha llegado el tiempo de ella, la vuelta de rueca, la curvatura completa de su círculo. NN continúa impúber. Nadie, absolutamente nadie -salvo yo- conoce la geografía accidentada de su organismo.
Suena Green Eyes y veo a la muchacha de la morgue en los ojos verdes de los muertos.

2

El hombre jadeaba sobre la espalda de mi esposa cuando entré a la habitación. Sus resuellos trascendían las ventanas y gravitaban por las paredes de los cuartos hasta desmoronarse a tientas por el piso. Al entrar a la habitación el hombre continuaba sobre ella sin advertir la amenaza que representaba mi presencia. El hombre llevaba unos calcetines negros, mientras el resto de su cuerpo aparecía desnudo sobre la cama que días antes me había consagrado alguna delectación.
Mi mujer se arqueaba sobre las mismas sábanas que en ocasiones me ofrecían algún tipo de consuelo. El hombre besaba sus pechos, sus caderas, la mata hirviente de su sexo. Su cuerpo pronunciaba un movimiento uniforme sobre los muslos y el vientre del desconocido. Un sonido inaudible derivaba de su boca, en tanto el hombre empujaba con mayores bríos el peso fragoroso de su carne.
Avisté esta escena durante unos minutos -minutos que no poseen una delimitación desde la ventana de lo racional y lo tangible-. El empeine de mi esposa había recobrado cierta belleza; el hecho de verla en los brazos de otro hombre le devolvía esa frescura que yo creía perdida y que esa noche se acentuaba con cierto portento sobre la cama. El hombre poseía también una curvatura bastante especial sobre sus plantas –eso es algo que yo no puedo prescindir- y sus jadeos desazonados superaban con creces las búsquedas infructuosas de los míos.
En ese jadeo, en esa resonancia, en ese espasmo de lo perenne -lapso redimido en la memoria- evoqué la primera relación sexual con mi mujer. Si bien es cierto que nuestro encuentro fue motivado por ella y no por mí, debo reconocer que el éxito de ese primer contacto se debió a la sorpresa de lo inimaginado, al hallazgo de lo inédito, al tacto de lo nunca expuesto. Gran parte de la noche la prodigué en reconocer sus plantas y sus curvas, en besar los dedos, los tobillos. Entonces la erección era evidente y la excitación de ella ineludible.
Pero el hombre omitía estos ejercicios. Su boca exploraba con presteza los pezones. Los dedos delineaban los arabescos de su vientre, la geografía de su dorso, la autopista de sus muslos.
Cerré con cuidado la puerta. Adentro algo se deslizó sobre la cama. En mis oídos viró el sonido de un quejido que no supe definir entre el dolor del arte o el placer del sexo.

3

La prensa local nunca registró la muerte de X. Durante varios días empeñé mi oído en las ondas de HJ doble K sin encontrar algo que notificara su asesinato. Nunca se habló de él en los periódicos locales, jamás se emitieron juicios sobre su deceso. Ni siquiera las autoridades se pronunciaron al respecto, por lo que llegué a dudar del impacto de la bala.
Tiempo después pude constatar el luto en la profesora, un luto que le pertenecía al tiempo y no a las sombras; jamás vi sobre ella el color del negro o lo que entendemos de él, pues como he dicho con antelación, en él fluctúan todas las coloraciones, la luz, las líneas fulgurantes de lo oscuro.
La profesora de matemáticas siguió en sus labores habituales. Unas semanas después la encontré en compañía de un muchacho de aproximadamente doce años.
Mirando de cerca al individuo me pareció encontrar en él las muecas y los gestos de X; era la continuidad de X, la extensión licenciosa de X.
Entonces emprendí mis pesquisas por los alrededores de la casa. La profesora era visitada por mujeres de particular apariencia y por una especie de cartero que dejaba bajo su puerta un número indeterminado de revistas. Alguna vez, si mal no recuerdo en el mes de agosto, me apropié de un paquete que extraje del interior del corredor. Tres revistas venían en el sobre. Al llegar a casa dejé en la mesa de noche de mi cuarto los ejemplares destinados para ella. Semanas después me encontré en la calle con aquel desconocido que frecuentaba a mi esposa. Bajo el brazo llevaba las revistas.

4

F. Muñoz se incorporó esa mañana de marzo a las tres y treinta de la madrugada.
F. Muñoz se encontraba dispuesto a las órdenes de sus superiores cuando fue removido de su oficio y destinado a otra faena.
Sus compañeros de trabajo ya estaban en Villa M. cuando F. Muñoz sintió una rara fluctuación de voces que le hablaban. Pensó en sus amigos y se extrañó de la algarabía que le llegaba desde lejos. Por el radioteléfono escuchó el S.O.S. emitido por sus colegas de comando y encontró una explicación racional a la algarabía de ecos y dicciones que gravitaban en sus tímpanos. “Es la muerte –piensa-, es esa bella adolescente que me busca”.
Entonces recordó un servicio que había hecho en Algeciras y caviló en el suboficial que le había invitado a unas cervezas. F. Muñoz se había negado, estaba supremamente exhausto para aceptar la tentación – ¿es la excitación cosa nuestra o es el requerimiento de un desconocido que habita nuestro cuerpo?-, estaba aprisionado por el polvo y la inclemencia en el silbido de las balas. ¿Era la primera vez que claudicaba ante eso? ¿Qué le hacía sucumbir? ¿Qué motor, que bujía, qué quinqué le acordonaba hasta el punto de hacerle rechazar la invitación a un hermano de tropa?
F. Muñoz estaba sobre la cama en su pequeño cuarto cuando el lenguaje de las balas botó su perorata ciega. Salió abruptamente hacia donde se originaba el monólogo de disparos y encontró al hombre de la invitación reventado sobre las botellas y los envases. La guerrilla lo había ultimado a tiros mientras engullía el olor de la levadura. “¿Qué saboreó primero –pensó- el sabor de la cerveza o el jarabe del fallecimiento?
Al llegar a Villa M. se encontró con algo parecido al desierto de los tártaros. Es mas, F. Muñoz concluyó que no hay un infierno posible que supere el aspecto baldío de la “Tierra de Promisión”.

5
Papá acostumbraba auscultar la belleza de las cosas a través de los números y sus concomitancias secretas -eso lo heredé de él-. Cuando conocía a una persona repasaba velozmente su nombre desintegrando las letras y diluyéndolas en cifras. Para él todo se reducía a eso: números. Papá afirmaba que el universo tiene un número y que es ese número, multiplicado por el número de Dios, lo que trae nuestro origen. Entonces todo individuo -desde antes de arribar al mundo – posee su dígito secreto con el que abre o cierra el trinquete de la puerta universal. De tal forma que es menester del hombre descubrir el guarismo que le corresponda.
Por esa increíble apreciación de la cábala individual papá pasaba horas enteras con insólitos libros sobre su escritorio. Allí tuve noticias de Hermes Trismegisto, Cristian Rosenkrautz, Giordano Bruno.
Además de estas consideraciones esotéricas establecía una correspondencia numérica entre él, mi madre y yo, algo que extendía a la lectura de ciertos elementos como los planetas, sus caracteres cosmológicos, el tiempo y la liquidación de un espacio universal comprometido con un espacio psicológico o subjetivo.
Sobre sus conjeturas cabalísticas armaba todo un bastión de estructuras sólidas que pretendían dar una explicación a ciertas naturalezas colectivas como las infructuosas mesas de conversación, el acuerdo humanitario, los diálogos de paz o los ataques guerrilleros a la población civil.
“Los diálogos no prosperan -señalaba- porque la posición de ciertos astros no nos son del todo favorables”. Entonces culpaba a Saturno, justificaba sus cómputos en las extravagancias de Cronos, aquel dios de la religión antigua que engullía sin misericordia a sus hijos.
Alguna vez fue puesto bajo custodia por supuestos vínculos con insurrectos de las FARC.
Ese modo particular de observar y aprehender la belleza habría de marcarme paulatinamente. Si bien es cierto que la numerología no era mi vocación más inmediata, debo aceptar que muchas veces acudía a ella para resolver algunas prioridades. No obstante, mi perspectiva sobre lo bello descansaba por lo general sobre principios de correspondencia. Entonces hallaba hermoso lo que se figuraba aparentemente antitético o aquello denominado “contrario”. Bello era para mí lo “repulsivo”, lo caluroso, lo oscuro, lo rancio, lo triste. A partir de esas lógicas emprendía la tarea de ir hasta el límite del término y hallar en ese fin su “antípoda”. De modo que en ese vestigio de fealdad hallaba la belleza absoluta, en ese espacio de lo tenebrosamente oscuro la luz que ciega, en la expiración del tiempo la juventud que todo hombre inquiere.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

WINSTON MORALES CHAVARRO Neiva-Huila, 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. En la parte literaria ha ganado los concursos de Poesía Organización Casa de Poesía 1996; José Eustasio Rivera 1997 y 1999; Concursos Departamentales del Ministerio de Cultura 1998; Concurso Nacional de Poesía “Euclides Jaramillo Arango”, Universidad del Quindío, 2000; Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Concurso Nacional de Poesía Universidad de Antioquia, en el 2001; Tercer Lugar en el Concurso Internacional Literario de Outono, de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Primer Puesto en el Premio Nacional de Poesía Universidad Tecnológica de Bolívar, Cartagena, 2005. Ganador de una residencia artística del Grupo de los tres del Ministerio de Cultura, Colombia, y el Foncas, de México, con su proyecto: Paralelos de lo invisible: Chichén Itza-San Agustín. Finalista en varios concursos de poesía y cuento en Colombia, España y México. Fue Director editorial-fundador del Periódico Neiva y es co-director de la revista Índice de Literatura, miembro del Consejo editorial de la revista de literatura Puesto de Combate-Bogotá, director de la Revista Hojas Sueltas-Neiva, Corresponsal de la revista de literatura Alhucema-España Ha publicado los libros de poemas Aniquirona-Trilce Editores 1998; La Lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002; Summa poética, Altazor Editores, 2005, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro. Poemas suyos han aparecido en revistas y periódicos de Colombia, España, Venezuela, Italia, Estados Unidos, Argentina, Puerto Rico y México. Ha participado en el Primer Festival de Cultura Colombiana en Milán-Italia, celebrado en Octubre de 2000; en la V Feria Binacional del Libro en San Cristóbal-Venezuela en el 2002; en el Encuentro Internacional de Escritores en el Caribe, Playa del Carmen-México, 2002 y 2004, Encuentro Internacional de Escritores en Zamora-México, 2005, y en los Festivales Internacionales de Poesía de Medellín, Manizales y Pereira. Invitado al Festival de Poesía “Alzados en Almas” de la Casa de Poesía Silva en el 2001, al Encuentro Internacional de Escritores de Lima-Perú, 2005, y al Encuentro Nacional de Escritores, Ibagué en Flor, 2006. En la actualidad se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad de Cartagena, Bolívar, Colombia.